Vivimos tiempos en los que los conflictos bélicos ya no son episodios breves de confrontación, sino que se han transformado en guerras estancadas, de larga duración, con consecuencias que trascienden a los países directamente
involucrados.
Ucrania, Gaza, Sudán, Yemen, Siria, India, Pakistán y el Sahel son hoy parte de un mapa mundial cada vez más plagado de zonas en conflicto, que proyectan inestabilidad, dolor y retroceso civilizatorio.
Esta prolongación bélica —sin avances visibles hacia soluciones políticas sostenibles— no solo deteriora la seguridad regional, sino que representa una amenaza directa al sistema internacional, debilitando organismos multilaterales,
erosionando la confianza entre Estados y alimentando narrativas extremas que explotan el dolor para justificar más violencia.
Uno de los casos más alarmantes es el conflicto en Oriente Medio, donde el enfrentamiento entre Israel y Hamás ha alcanzado niveles de destrucción y sufrimiento humano que conmocionan al mundo entero. La existencia de
grupos terroristas como Hamás, su estrategia deliberada de atacar civiles y el secuestro de personas inocentes —rehenes que al día de hoy siguen cautivos— es moral y legalmente intolerable. El derecho de Israel a defenderse, a desmantelar estas estructuras armadas y a liberar a sus ciudadanos no solo es legítimo, sino necesario.
Sin embargo, el legítimo derecho a la defensa no puede ser confundido con un cheque en blanco para la destrucción sistemática de poblaciones civiles ni con la renuncia a soluciones políticas duraderas. La guerra no puede ser una
estrategia permanente. La continuidad de la violencia alimenta el odio, perpetúa la radicalización y envenena generaciones enteras que crecen bajo el trauma, la escasez y la desesperanza.
En paralelo, la guerra en Ucrania en su segunda fase (la primera corrió entre el 2014-2015) lleva ya más de tres años de combates intensos y una diplomacia absolutamente estancada. Rusia ha convertido la invasión en una herramienta
para reordenar el tablero internacional, desafiando directamente los principios más básicos de soberanía, derecho internacional y convivencia pacífica entre naciones.
Mientras tanto, Europa, EE.UU. y China libran una guerra de poder soterrada sobre el terreno ucraniano, cada vez menos preocupados de los civiles que sufren en el campo de batalla y más enfocados en el ajedrez geopolítico.
¿Y qué consecuencias tiene esto para el resto del planeta y la humanidad? Muchas. El estancamiento de estos conflictos genera alzas en los precios de los alimentos y la energía, crisis migratorias sin solución y aumento de los
presupuestos de defensa en desmedro de la inversión en salud, educación o cambio climático. El mundo se rearma, pero no se reconcilia. Las muertes de jóvenes reclutas se suman a las de miles de niños y civiles, inocentes, cuyas
vidas se extinguen sin motivo o se condenan a la miseria y el más profundo desamparo.
El terror y la desolación, la angustia y la desesperanza son claramente el reino del mal por no decir del demonio mismo, que ve así consolidar su obra.
De acuerdo con la plataforma ACLED y otras fuentes especializadas, 2023 y 2024 han sido los años con mayor número de conflictos activos desde el final de la Guerra Fría. La tendencia no es hacia la paz, sino hacia la multiplicación
de guerras prolongadas, sin salida clara, muchas de ellas alimentadas por intereses externos que instrumentalizan a pueblos enteros como simples fichas en un tablero macabro.
Ante esto, el rol de las democracias del mundo, de las Naciones Unidas, de las instituciones multilaterales y de la sociedad civil es más relevante que nunca.
Es posible —y necesario— perseguir a los grupos terroristas como Hamás, liberar a los rehenes y neutralizar las amenazas a la seguridad internacional, sin abandonar al mismo tiempo los esfuerzos diplomáticos, la protección humanitaria y las exigencias al cumplimiento del derecho internacional.
Porque si la única respuesta al terrorismo es la guerra sin fin, entonces los terroristas ya habrán ganado al arrastrarnos a su lógica. Y si la única reacción frente a la invasión es la escalada perpetua sin horizonte de paz, entonces el derecho estará cada vez más subordinado a la fuerza, las armas y la muerte.
El mundo no puede resignarse a vivir atrapado entre fanatismo y guerra perpetua. Es hora de volver a poner la diplomacia, el multilateralismo, el derecho internacional y la humanidad al centro de la acción global.
Combatir el terror, sí. Pero también reconstruir la paz.