Oh I'm just counting

Misterio. Por Jorge Orellana, ingeniero, escritor y maratonista

No me costaría nada conciliar el sueño –ironizó el mozo que había interrumpido sus acciones para escuchar la historia.


- ¿Ah sí? ¿No te afligiría el dilema ético? -¡El que a hierro mata, a hierro muere pues! –Sentenció el mozo.


- Encarcelar a otro hombre, uno distinto del que delinquió -es como matar, si existiera derecho para ello- al hombre equivocado –Meditó un silencioso Marcial.


-¿Cómo hacer sino, para lograr un justo equilibrio en la sociedad sin dejar que sobrevenga un caos anárquico?


-Tiene razón el mozo –acotó Simón, ante la complacencia de Anselmo, y a Marcial le pareció curioso que en temas de seguridad coincidieran las ideas de personas con ideologías tan opuestas… y recordando una historia, dijo: ¿Saben de Virata, a quién conocían como el “Rayo de la Espada”?

-¿Se viene otra historia? –preguntó Simón, e inmutable, Marcial se explayó, cuando la leí se me grabó a fuego:


Virata era un guerrero intrépido, un cazador cuyas flechas jamás erraban el destino. De frente serena, no decaía ante las preguntas de los hombres y jamás su puño se cerró de manera malintencionada, ni se alzó su voz en rapto de cólera.


Servía al rey con lealtad y sus esclavos le respondían con veneración, pues no había en la comarca, persona más ecuánime. Un día, la desgracia cayó sobre el rey, cuando su cuñado, al mando de un ejército emprendió una amenazadora marcha sobre la ciudad para arrebatarle la mitad del reino que, generoso, el rey le había cedido.


En tal apuro, el rey acudió a Virata y le pidió liderar el ejército contra el agresor, y leal, éste prometió que no regresaría hasta que las llamas de la insurrección quedaran sofocadas.


Durante la noche que siguió, por sorpresa, se abalanzaron los hombres de Virata, sobre el invasor, y éste, como una exhalación, mató a muchos con su espada y recuperó las garzas blancas, símbolo de la divinidad.


Al ver a sus enemigos huir en desbandada, exhausto, se sentó con las piernas cruzadas, y al amanecer, se puso de pie, se desnudó y se acercó al río para orar ante el refulgente ojo de Dios.


Inertes, los muertos conservaban en el semblante el terror de sus abiertos ojos. Virata se acercó al cuerpo del
insurrecto, que yacía con la boca torcida en un rictus de espanto, le cerró los ojos y siguió su recorrido para ver a los
otros que había matado mientras dormían.


Cuando dio la vuelta a la última cara se le nubló la vista al reconocer a su hermano Belangur, al que había hecho venir en su ayuda, y al que, sin saberlo, había matado con sus propias manos durante la noche.


Acurrucado, su corazón ya no latía, y la mirada de sus ojos abiertos, rígidos al interior de sus cuencas negras, lo penetraron hasta la médula. Como un muerto entre los muertos, quedó con la mirada fija en la letanía, para evitar
el repudio de los ojos del que su madre había parido antes que a él.


Perseguido por “los ojos del hermano eterno”, luego de una larga cavilación, Virata concluyó que la señal era que, había matado a su hermano solo para saber que quien mata a un hombre, mata a su hermano, e inició una nueva vida… que es materia de otra historia…


-¿Cuándo y cómo, se aplica entonces justicia? –Preguntó Anselmo y añadió: Porque supongo que el mensaje es no caer en una injusticia al aplicar la justicia.


-La justicia es la base de la armonía social y es delicada su aplicación –Dijo Marcial.


-La justicia –se animó Simón, no es la simple aplicación de una ley, se debe interpretar, y luego del debate íntimo, aplicarse según su espíritu.


-Aquello significaría –Intervino Anselmo- que una misma acción podría tener una sanción distinta.

-Por cierto –contestó Simón. Dependerá del sentido que inspiró la acción. Supón que dos conductores reciben un parte empadronado, y, citados al tribunal, el juez, luego de oír sus descargos, aplica a uno la multa máxima mientras que el
otro, no recibe sanción.


-Harto injusto el juez –gritó el mozo. No hay que afligirse señores, hay que actuar, lo demás: es música, señores –y se alejó divertido de su remedo al histórico personaje.


-Habrá razones para justificar la resolución del juez en el ejemplo de Simón, pero la sanción dependerá del atenuante o agravante de la falta, y lo importante es el conflicto ético abordado por el juez ¡En ese conflicto descansa la justicia y la
armonía social!


-Claro –Retomó Simón, la comunidad entenderá si no se sanciona a quien lleva un herido en el auto, pero que alguien sin razón no se detenga, no será entendido por la ciudadanía.


-No hay trabajo más difícil que el del juez. -Pero al juez solo le cabe aplicar las leyes dictadas por el congreso.


-¡La ley injusta no es ley! El Poder Ejecutivo y Legislativo deben procurar la redacción de leyes justas, y si alguna no lo es, el juez debe interpretarla de acuerdo con los estándares éticos de la sociedad y transmitir en todo instante, a todo
ciudadano, la sensación de que un poder superior lo resguarda ante cualquier injusticia.


- En una ciudad que crece, el hombre está cada vez más sitiado en su propio entorno –Caviló Anselmo agachando la mirada y apoyando el mentón en su diestra, guardando el silencio del Pensador de Rodin.


-El hombre es él y sus circunstancias; lo
marca la infancia y el entorno del barrio y del
colegio; la relación de sus padres y todo aquello que
ocurre en la precoz etapa de la vida, donde se
escribe el destino del hombre.


-Es verdad –Replicó un Anselmo ardoroso que, en apariencia, había sacado provecho de su
actitud pensante, y luego de un prolongado suspiro,
añadió: Cuando se juzga a alguien se debería –tal vez la inteligencia artificial pueda lograrlo un díacontar con un repaso de los sucesos de la vida de la persona juzgada que determinaron sus conductas.


No para establecer un manto de impunidad y perdonar cualquier felonía, para ayudar a redimirnos ¿No es ese el fin último de la justicia?… Pensaba hace un rato, en un caso que viví y me impresionó hace unos días: Encontré en la calle a una antigua amiga del colegio. Conversamos en la calle por no más de quince minutos, pero lo misterioso es que en tal minúsculo espacio de tiempo la conocí más que en los años en que fuimos compañeros.  Sesenta años después, en una esquina, esquivando a los transeúntes, hablábamos de fútiles anécdotas, hasta que, por una circunstancia poco afortunada, le pregunté cómo fue que vino al colegio.


Emocionada, me contó que su padre había venido a Chile después de la Noche de los Cristales Rotos, que había significado la ruptura de su familia y yo, consciente que le había traído un recuerdo ingrato, volví a meter la
pata, y le comenté, para aliviara la pesadez, que no conocí a su padre.


Al borde de las lágrimas, agregó: te voy a contar algo que mantuve oculto en el colegio, simplemente por vergüenza, y añadió, al poco tiempo en el colegio, yo estaba becada, mi padre enfermó de gravedad, me despedí de él una mañana y al volver del colegio, tenía doce años, mi madre dijo, papá murió, y sin algún rito de despedida, me quedé sola, con ella.


Al día siguiente, mientras el rabino despedía a mi padre, yo debía rendir una prueba. Angustiada, mi madre me advirtió, debes esforzarte, de otra manera perderás la beca y no podrás seguir estudiando.


Ella lloraba con su recuerdo, y yo, emocionado, la abracé, y mientras la vida seguía su voluptuoso curso en la concurrida esquina, dos ancianos, en la fugacidad de un instante, permanecimos suspendidos en un intenso abrazo, hasta oír, antes de verla partir, sus palabras finales: Incapaz de responder las preguntas de la prueba, solo escribí: ayer, papá ha muerto.