Oh I'm just counting

Misterio. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

A ti, que dices que abuso de la palabra misterio; al hombre, que se aventura al misterio de volar; y al misterio, de la altura que alcanzará en su vuelo.

Con origen misterioso y el insaciable misterio de la muerte, el hombre, cada día, se enfrenta al misterio de lo cotidiano y sus derivaciones, imbuidas de misterio.          

Al igual que un guijarro posee, en el reino mineral, misteriosas diferencias que la distinguen; en el reino animal - a nuestras singularidades físicas – se añade el misterio de las ideas que albergamos.

Despierto conmocionado; en oscuridad, oigo el trino de los pájaros que anuncian la luz e intento recuperar el sueño que me ha estremecido, pero mi observación del gigante inmóvil - cuyas ramas se perfilan en la bruma incierta del amanecer - me distrae, y se avientan mis impresiones de la noche. Me esfuerzo, sin rescatar las olvidadas imágenes, y extravagante, una lejana experiencia se aloja en mi cerebro.

Divago confuso en el placentero instante que va entre el sueño y la vigilia, yendo de la desertora pesadilla, al recuerdo que, como recompensa, vino a sustituirlo. Me agito entre certezas difusas, como la luz que insinúa el alba, y me evado hasta la mañana aquella…

Nervioso, con algunos compañeros en igual trance, esperaba en al lóbrego edificio la resolución de un examen de Geología. Asfixiado por el agua que me rozaba el cuello, cavilaba sobre mis fracasos en la Escuela; y consciente del riesgo de mi permanencia en ella, crecía mi tensión.

El solemne recinto se había ido vaciando. Conocido el resultado, cada uno se marchó hasta dejarme solo, en un incierto purgatorio - entre el cielo y el infierno - debatiéndome en el tránsito hacia el abismo o la gloria.

Se abrió la puerta y emergió el amo del poder. No recuerdo su nombre pero, su imagen de honorable profesor matizada por rasgos de intransigencia; su prematura calvicie y su inmaculada camisa blanca que acompañaba de una sobria corbata, persisten en mi memoria.

Me hizo pasar, ante la presencia de su ayudante que miraba complacido. De mi mano temblorosa cogió el cuaderno universitario en que registraba mis apuntes y de ahí, escogió tres preguntas. Contesté con éxito las primeras, pero al ver caer sus ojos sobre un gráfico que nunca entendí, sentí que, desde el borde de la gloria me despeñaría al abismo.

Sin responderle, quedé expuesto a su arbitrio, y cedió. Ante su distendido ayudante, decidió que me aprobaría. Trémulo, cogí el cuaderno, saludé con humildad y me retiré con el alma inflamada de felicidad.

A la salida, me topé con Hans, y caminamos, ante la escasa movilización, por Blanco hasta San Ignacio. Con Hans, manteníamos una amistad de apartada calidez. Yo admiraba su rigor, y él, mí optimismo, y el afecto que nos teníamos provenía de nuestras vulnerabilidades. El temía mi fracaso y a mí me aterraba su incapacidad de relacionarse. El inhóspito ambiente nos inducía a buscarnos en cada recreo, para acompañarnos más que para hablar, porque nuestros diálogos eran escasos. Esa mañana, en que partían las vacaciones de invierno, Hans vestía su chaquetón verde a cuadros, única prenda con que lo vi protegerse del frío en el semestre que duró nuestra relación.

Por su elevada estatura, prefirió esperar micro, mientras yo subía a una liebre, estrecho vehículo de veinte pasajeros, en el que solía viajar hasta Alcántara con Bilbao. Ninguno pensó al separarnos, que el misterio de las circunstancias haría que no volviéramos a cruzarnos.

Esplendía la mañana cuando caminé por Alcántara hasta un pasaje en calle León. Admiré las montañas nevadas y el aire, traía desde las casas, frugales aromas de almuerzo que estimulaban mi apetito, exacerbado por la tensión del examen. Cargaba en la alacena de mi alma, el complemento del amor, del deber cumplido, y de la amistad. No permitiría que el ambiente que atenazaba la ciudad, horadara tanto esplendor.

Mientras la aurora socava las sombras, que empalidecen, intento, a través de pistas, precisar la fecha de mi vivencia, con la esperanza de descubrir el origen del sueño que he olvidado. El año anterior – cavilo, no pude haber visitado el pasaje León, pues aún no la conocía; al año siguiente, ya no estaba en la Escuela – continúo; pero antes de alejarme, hice el ramo que seguía a Geología – concluyo. Tuvo que ser entonces, a finales de julio o principios de agosto del año 73.

Repaso los sucesos que envolvieron mi vida en aquella época, y la vida del país, y confirmo la fecha.  

Curiosamente, mis reminiscencias desmenuzan mi sueño, del que, a través de fibras misteriosas surgen personajes que, sin reconocer, identifico en mi vivencia. Percibo, con evidente claridad, un inequívoco y extraño vínculo entre el sueño y la vivencia; conectados por mi inquietud, como dos voces que concurren, con delicada autonomía, para dialogar, apiadadas de mis tribulaciones, y…, rememoro la época de mi vivencia…

Subrepticio, en ascendente rumbo, avanzaba el país a su impostergable suerte, mientras el gobierno, se debatía en vanos intentos por apaciguar los encendidos ánimos.

Desde sus trincheras, los políticos oficialistas que habían llevado al triunfo a la coalición gobernante, no transaban en sus posturas personalistas, que lapidaban la esencia del conglomerado. Planteaban voces, desde dialogar con la oposición en busca de una salida, hasta la imposición de la fuerza para perpetuar el sistema político elegido en forma democrática.

Sin claudicar, perdida la fe en el régimen, en el sector opuesto se reclamaba la inconstitucionalidad del gobierno, desechando el diálogo.

Cada vez más, la televisión ofrecía la imagen sobrepasada del mandatario superado por los acontecimientos, y el momento que registra mi sueño, sin aludir a los hechos, se sitúa en ese contexto, cuando faltaban entre uno y dos meses para que reventara la violencia acumulada.

En mis devaneos, intentando develar el sentido de mi sueño, caigo en la situación actual, de rasgos similares a la época de mi vivencia. Escojo el debate sobre el indulto, por poseer argumentos jurídicos y sobretodo, la exigencia de sentido común.

Quienes defienden la medida ofrecen dos argumentos.
El primero, sostiene que nadie debe esperar sentencia en detención. ¡De toda lógica! Sería inaceptable que la condena resultara menor al tiempo que se ha estado detenido. Tal argumento, exige una resolución justa para cada detenido, pero no justifica el indulto. Son cosas distintas.  El segundo, sustenta la idea de promover la paz social en la comunidad. Los detractores invocan que, al existir en el país un estado de derecho, sin presos políticos, toda forma de legitimidad de la violencia desconoce las reglas de la democracia, y la impulsa con mayor énfasis.

La exigencia de justicia es la reacción al dolor que un delito ha provocado, o el propósito de reformar para evitar la reincidencia.

Una idea se inserta en un hombre, por sus convicciones, con la razón, o por la emoción que le provoca, pero el carácter con que se fija en su cerebro es misterioso, por lo que, argumentos concluyentes, suelen no convencer.

El ejercicio de ver a un ser amado enfrentado a ambas situaciones, ayuda a tomar un mejor partido. En el primer caso, verlo favorecido con el indulto; y en el segundo, el mismo familiar es la víctima de un indultado.

¿Es la respuesta un misterio?