Oh I'm just counting

Un día aciago. Por Jorge Orellana L. Ingeniero, escritor y cronista

Parte II
 
Desde el departamento que habitaba junto a mi familia en Mosqueto - una calle vecina al Palacio de Bellas Artes y al Parque Forestal -me dirigí hacia la Facultad. La angustia que me había transmitido la frase pronunciada dos días antes por el español, me había quitado el apetito. Sin desayuno, salí a las siete de la mañana.
 
A la misma hora y también sin desayuno, cuarenta y cinco años después, primavera entonces, otoño ahora, pienso mientras enfrento la oscuridad de la calle, que se sacudirá durante mi trote dando paso al renacimiento luminoso de un nuevo día. Eso hará fascinante este trote, en que removeré los añejos rescoldos de aquel aciago día.
 
Al asociar mi vida con las estaciones del año, observo que deambulo por un plácido otoño avanzando con inexorable paso hacia la crudeza del insoslayable invierno, antesala de la muerte. Aquel día, de plena primavera, mi vida se hallaba encendida, remecida por inequívocos tintes de amor. La había conocido un poco antes y supe que descargaría en ella la desbordante pasión que me embriagaba; me haría hombre en su regazo; y junto a ella enfrentaríamos el verano de nuestras vidas, aquella estación placentera, en la que una pareja recibe a sus hijos, la cosecha más valiosa en que germina el amor.
 
Bajé ese día las escaleras del edificio y me encontré con la primavera instalada. El transporte público funcionaba ocasionalmente, por lo que, para evitar la indignante condición de interminables esperas por el servicio de movilización, prefería caminar largos trechos.
 
Como los animales, capaces de anteponerse a ciertos acontecimientos, al contacto con la calle intuí que algo indefinido, impreciso, y de consecuencias desconocidas estaba pronto a ocurrir, y yo que me sabía parte del proceso no quería perdérmelo. Caminé por mi calle hasta Merced, donde había una Comisaría que estaba custodiada por policías que poseían rostros mustios, y seguí hacia la Plaza de Armas.
 
Como se agita el agua al interior de una batea ante la ocurrencia de un sismo, la convivencia nacional se había deteriorado hasta el extremo de reemplazar el tono fraterno por el insulto y la ofensa gratuita. El agua se movía, y la incógnita era la magnitud y la duración del sismo que nos estaba asolando.
Recordé, al caminar entre los edificios, una expresión de la Pasionaria usada por el español en una discusión con otro inquilino, en el local de mi padre, frente a mí. Discutían sobre los asistentes a una marcha convocada por el gobierno.
 
El otro insistía en que no habían acudido más de doscientas mil personas, mientras que el español hablaba de un millón. Prepotente, el otro señaló que al gobierno se le extinguía la vida, y el español, mosqueado se apoyó en la Pasionaria: “Un día la vida me golpeó tan fuerte que aprendí a resistir”. ¡Resistiremos! - Gritó enardecido, abandonando el boliche, mientras las sonoras carcajadas del otro repicaban como sonoras campanas de alerta en el local.
 
Al llegar a la plaza, pasé frente a una Fuente de Soda, desde la que solía llamar a mi enamorada, pero la hora me devolvió la cordura, y seguí, pensando que ella que estaría viajando en bus al colegio, pero no era así, alguien con “contactos”, había advertido a su padre la noche anterior que algo ocurriría y no era conveniente enviar a los niños al colegio. 
 
Por Ahumada continué hasta Moneda, cruzando en diagonal la Plaza de la Ciudadanía, para seguir por Teatinos hasta Alameda. Me impresionó la nutrida presencia de tanques y de soldados con casco prusiano instalados en los edificios aledaños a la Plaza.
 
Como ausente, intentando no conjeturar sobre el destino que se fraguaba continué hacia la Escuela, impotente, imbuido de fatalismo. Nadie puede ya cambiar la suerte que nos está reservada -pensé, y curiosamente me sentí favorecido, porque intuí que el azar me situaba ante un acontecimiento histórico. Siendo las 7:45 había pasado frente a La Moneda, que aprecié sumida en digna soledad, esperando por el ajetreo acostumbrado, que ese día sería distinto. Preocupado, temí una primavera sangrienta. Recordé a mi padre, unas semanas antes, al proveerse de las mínimas mercaderías que las JAP, juntas de abastecimiento popular, distribuían entre la comunidad a través de estos locales, había sido víctima de una bomba sin mayores consecuencias, colocada en la noche por activistas de derecha integrantes del movimiento Patria y Libertad.  
 
Cavilando, llegué hasta Almirante Latorre, calle que desembocaba en la Facultad, y a las 8:30 estaba, junto a una pareja de amigos, esperé el inicio de la clase, que media hora después fue interrumpida por el profesor, al advertirle alguien que algo grave ocurría al exterior. Abandonamos la sala en tropel y nadie tuvo dudas que la máquina militar se ponía en marcha. Se desconocía, sin embargo, la respuesta del gobierno, la Unidad de las Fuerzas Armadas y la reacción del pueblo. Al exterior reinaba el caos, mi amigo se había esfumado y la pequeña Estela lucía angustiada. Vamos -le dije, tomándole la mano.
 
Entrábamos al hall de acceso en busca de la calle, cuando mi mirada se cruzó con la de Carlos, que ingresaba al recinto portando una bandera. ¡Vamos chino!- gritó eufórico el indio, ¡A defender la revolución!- insistió. Y temí que por un tiempo largo no volveríamos a vernos.
 
¡Esa no es mi causa! -Decidí. ¡Hace rato que el país está paralizado! Mi cuenta era simple ¿Si el país no produce, como financia el Banco Central las emisiones con que aletarga al pueblo? ¿Quién pagará el endeudamiento?  Sujeté con fuerza la mano de Estela y no volví la vista atrás.
 
En Blanco con Beaucheff, junto a una treintena de estudiantes, abordamos un camión que inició una alocada marcha hacia el oriente. Compungida, mi amiga me contó que vivía en el sector alto de Ñuñoa. Desde el camión, vimos vehículos militares repletos de soldados que viajaban en distintas direcciones y en cada rostro se dibujaba la angustia y el desconcierto, pero yo iba tranquilo, como si tuviera plena conciencia de lo inevitable del movimiento que estábamos padeciendo.
 
En Carlos Antúnez con Providencia, el camión detuvo su veloz carrera, se bajó el conductor, que lacónico dijo: ¡Se bajan todos! ¡Hasta aquí llegamos! Estela -dije, son las 10:30 y estamos muy lejos de tu casa ¿No se te ocurre un lugar cercano en que quedarte? Una tía mía vive en ese edificio- replicó indicando un edificio de cinco pisos ubicado a unos metros. Vamos hacia allá- dije, asolado por la hora y la imposibilidad de avisar a mi madre.
 
La escena sobre el camión poseía carácter surrealista, y prosiguió una imagen que recuerdo vagamente. Por alguna circunstancia, después de ser acogida con cariño, Estela y su familia subieron al piso superior, y yo quedé extrañamente solo en la desconocida habitación. Suena el teléfono, atiendo, pero no logro hacerme entender. Continúo solo, salgo a la calle y me marcho sin despedirme de Estela, a quien nunca volveré a ver.
 
Por Providencia, bajo hacia Plaza Italia, cruzándome con un mar humano que viaja en dirección contraria. Pensé en el Éxodo del pueblo israelita, o más reciente, de una porción del pueblo español, otro cuadro surrealista, lleno de rostros desencajados por el desconcierto y el miedo.
 
A las 11:10 llego a Plaza Italia, ya no sube gente, frente a la Fuente Alemana percibo la rareza del silencio. La efervescente y ruidosa agitación del éxodo ha sido tragada por la abismante soledad del Parque. No veo a nadie, pero oigo el sonido de balas. Me asusto, detenido, pienso, debo ser un blanco perfecto, y corro disparado hacia mi casa. Arrecian las balas al pasar frente al Palacio de Bellas Artes, pero no distingo a los francotiradores. La imagen, surrealista, me lleva a pensar que, aunque corro veloz, no avanzo, y que en cualquier minuto recibiré un balazo.
 
Llego finalmente, subo las escaleras, soy el último, el resto ya está en casa, mi madre me abraza llorando por la ansiedad contenida y unos minutos después junto a mi padre, encaramados en una silla en el baño, observamos la escena más surrealista del día: Cumpliendo la orden del General Leigh, los Hawker Hunter dejan caer bombas sobre la Moneda.
 
La obcecada intolerancia de quienes dirigían la política del país había sido incapaz de superar las diferencias en el marco del derecho, y traspasaba el gobierno a los militares con insospechadas y desconocidas consecuencias. 
  
“Continuará en la siguiente edición”