Como el péndulo que se detiene al completar un período, a las doce de la noche del último día de un año acaba un ciclo y se produce el conmovedor instante en que, por un leve fragmento de tiempo, nos detenemos; vemos hacia atrás por una fracción de segundo, y como el péndulo, impulsados desde el reposo, volvemos a empezar.
Como peces escurridizos, nos evocan en ese instante escenas con ausencias inalcanzables, que aumentan con la edad, irrecuperables; confundidas con sueños de porvenir, ambiciosos, que disminuyen al estrellarse con el muro invencible del tiempo.
Sentimientos de frustración y dolor, que subyacen enquistados en algún lugar del alma, asfixiantes, también se harán presentes.
Desde el abrumador calor del mediodía - mientras me apronto para un último trote - esperanzado, cuento ansioso el tiempo que resta, y corriendo durante el tórrido mediodía, divago sobre mis recuerdos del año que dejamos…
Ciertas noticias, más allá de lo que informan, transmiten oscuros presagios, porque nos golpea el temor de sus implicancias.
El sábado, que en el año de la peste marcaba el inicio del otoño, me disponía a almorzar, con mi mujer, cuando en imágenes de la televisión, la autoridad dio a conocer el primer caso de muerte a causa del virus. Se trataba de una anciana residente en Renca, con patologías de base.
La muerte de un ser humano, que extingue su flama, era una noticia triste, pero además, desesperanzadora, pues instalaba un augurio insospechado que superaba para mí, la imaginación de todo cuanto había conocido.
Había presenciado en la niñez un devastador terremoto, y persistían esas imágenes de horror en que la tierra se abría, y a esa temprana edad, temí que las grietas me llevarían al infierno.
Fui testigo en la adolescencia de la violencia que encabritó las pasiones humanas, que en su lucha, rozaron el desenlace de una guerra civil, para desembocar al fin en la deshonra de una dictadura.
Jugué después la vida de un hombre común, yendo desde sosegadas alegrías hasta los más hondos dolores.
Creí que había visto y vivido todo y, sin aprensiones, caminaba confiado hacia una apacible vejez cuando - como el guion escrito por una mano perversa - me sorprendió la pandemia, en cuya ficción, yo era uno de los protagonistas de la brutal historia.
Opacada - con la muerte de la anciana - la belleza del primer día de otoño, temí por las víctimas que la pandemia dejaría, y ante mi impotente mirada, ostentosa, la naturaleza descargó su poderío en contra de la desconcertada y feble respuesta humana.
Tal escenario de incerteza me transfirió un perturbador abatimiento.
-¿A esto nos llevó la globalización? - pregunté a mi mujer en el almuerzo, ausente del zorzal que picoteaba – ajeno a toda inquietud - sobre el césped del jardín. Lo vi volar desde el prado hasta un árbol, y desde ahí, perderse con rumbo desconocido. Sentí envidia del pájaro: por no poder volar como él y por no poder abstraerme a la facultad de pensar, algo que el ave lograba con facilidad.
Inapetente ante el incierto porvenir, el desvelo acudió a mi mesa, solo para burlarse de mi desasosiego.
¿Cómo combatir la enfermedad? ¿Cuál será el papel de la ciencia? ¿Habrá cuarentena? ¿Qué es inmunidad de rebaño? ¿Cumpliremos las disposiciones? ¿Resistirá el sistema de salud? ¿Cuánto caerá la economía? ¿Cuánto crecerá la cesantía? Y la que me dejó perplejo: ¿Cuál será mi actitud y compromiso ante la crisis?
Descartado por mi actividad; por el círculo de riesgo de mi entorno: y por mi edad; para contribuir en la directa solución de la crisis, me invadió el quebranto.
Luego de cavilar largamente, desde la caja de cristal en que celosamente debí guardarme, decidí relatar, a través de la ficción de una novela, la realidad por la que navegaría. Me apoyaría en una serie de personajes para intentar retratar la severidad de la tormenta que cruzaríamos, y la actitud que distinguiría a sus tripulantes.
Entre los cinco meses del claustro, que estimé se extendería entre marzo y agosto, narraría los meses entre el 18 de octubre del año pasado y una fecha imprecisa, situada en la segunda quincena de agosto del año de la pandemia, en que supuse, resplandecería vigoroso - desde el fondo de un oscuro túnel - el anhelado chorro de luz.
Como en “La colmena”, de José Camilo Cela, situé la trama de la historia en “El Aprendiz”, algo más que un restaurante al que los vecinos de una comunidad concurrían para debatir sobre el acontecer, alentándose entre ellos historias que entrelazaron sus vidas.
Quienes leen mis artículos entreverán en el texto inconfundibles detalles que durante el claustro inspiraron mis columnas semanales.
Con fidelidad al principio y final de la historia, el recorrido del texto fue una sorpresa. Como ocurre con los hijos - en que solo encauzamos sus vidas, y son sus intereses quienes las guían – irreverentes y presentándose hasta en sueños, mis personajes se rebelaron a mis decisiones y llegaron a convencerme de inducir cambios al proyecto.
En los amargos días que atravesamos, la discusión con mis personajes vino a salvarme de la inopia; me ayudaron a cruzar este aciago período y les estoy agradecido; su presencia endulzó esos días creando entre nosotros un tibio e imperecedero lazo de amistad, por lo que la separación, marcó un final doloroso.
Conmovidos, con mi mujer - en el mismo lugar en que supimos hace cinco meses de la muerte de la anciana - la autoridad dio cuenta de que la comuna en que habito superó una fase de la pandemia, lo que nos permite – y me extasío de aquello - salir sin limitaciones ¡Podré correr en la calle!
Cavilo ahora, en el último trote del año, en mis erradas profecías, al suponer que en agosto, la pandemia habría terminado. Se habla hoy del rebrote, y de numerosas muertes atribuidas en Europa a la segunda ola.
Cuando aún no acaba la anterior, una nueva incerteza se cierne más allá del horizonte y otras preguntas vienen a inquietarme.
¿Sabremos cuidar el planeta? ¿Entenderá la empresa que ciertos abusos no deben continuar? ¿Aceptaremos los cambios que la naturaleza propone? ¿Se impondrá el desacato a la autoridad? ¿Nos creeremos superiores a la ciencia? ¿Dudaremos de la eficacia de la vacuna? ¿La ignorancia nos negará su uso? ¿Surgirán, como hongos después de la lluvia, nuevos candidatos presidenciales? ¿Se entenderá que gobernar un país requiere capacidades?
En unas horas, por un minúsculo fragmento el tiempo se detendrá, y por un efímero instante daremos dos vertiginosas miradas; una, ilusionada hacia adelante, y otra, evocadora hacia atrás, y…
Ambas se confundirán en un abrazo, en el que quedaremos expuestos – como el que confiesa una culpa - al pálpito leve del fragmento de tiempo que se nos ha conferido; buscando la superación en donde se halla lo que nos salva; y con humildad; la redención, camino de sanación.