Oh I'm just counting

Una medida correcta, pero insuficiente: Chile necesita un sistema penitenciario que rehabilite, no que reproduzca el crimen. Por Ricardo Rincón, Abogado

El reciente respaldo del Comité para la Prevención de la Tortura al proyecto de ley que sustituye la pena de cárcel por arresto domiciliario en el caso de reos mayores de 80 años es una señal positiva. La iniciativa, impulsada por el senador Francisco Chahuán, reconoce la “dramática” realidad de nuestros recintos penitenciarios, particularmente tras la visita a la ex-Penitenciaría de Santiago. Y efectivamente, lo que se ha constatado no es nuevo, pero sí cada vez más alarmante: condiciones inhumanas, hacinamiento extremo y un sistema colapsado que vulnera derechos sin ofrecer alternativas reales de reinserción.

El proyecto es un acto mínimo de justicia y racionalidad. No se trata de impunidad, sino de aplicar humanidad a quienes ya no representan un peligro real para la sociedad, muchos de ellos enfermos o en estado de abandono. El derecho penal debe tener límites, y uno de ellos es la dignidad humana. Castigar por castigar, cuando la pena ha perdido todo sentido resocializador, no solo es ineficaz, es cruel.

Pero sería un grave error creer que este tipo de reformas bastan. Como país, seguimos rehuyendo el fondo del problema: Chile no tiene un verdadero sistema penitenciario rehabilitador. Lo que existe es, en demasiados casos, una academia del crimen financiada por el Estado, con un costo que oscila entre $700.000 y $900.000 mensuales por interno, según estimaciones del propio sistema judicial. Un gasto que, en vez de reducir la reincidencia, muchas veces la alimenta.

La reincidencia en Chile se ha mantenido históricamente alta, y el encierro —cuando no va acompañado de programas efectivos de reinserción, apoyo psicológico, oportunidades laborales y educación— termina siendo solo una pausa temporal en el ciclo delictual. En otras palabras, sin una reforma profunda del sistema carcelario, seguiremos invirtiendo miles de millones de pesos en alimentar un problema que luego vuelve a estallar en nuestras calles.

Lo que se requiere con urgencia es una política penitenciaria moderna, inteligente y humana. Una política que distinga perfiles criminológicos, que establezca mecanismos eficaces de evaluación y que priorice la reintegración de quienes sí pueden y quieren reconstruir sus vidas. Reclusos por delitos no violentos, jóvenes sin vínculos con bandas organizadas, mujeres madres, personas con enfermedades mentales: todos ellos requieren tratamientos diferenciados, no una respuesta uniforme y punitiva.

El sistema penitenciario chileno está roto, y proyectos como este son un parche necesario, pero aún un parche. La bomba del hacinamiento ya comenzó a sonar —como muestran los más de 61 mil presos que hoy saturan los recintos— y lo que está en juego no es solo la seguridad pública, sino también la legitimidad misma del Estado frente a su población.

Aplaudamos lo que se está haciendo, pero exijamos lo que aún falta. Porque ningún país puede darse el lujo de gastar casi un millón de pesos por interno para mantener condiciones infrahumanas y reproducir la delincuencia y pavimentar el crimen. La justicia no es venganza. La justicia es, o debe ser, la puerta de entrada a una sociedad más segura, más digna y menos desigual. Y eso empieza, sin duda, por transformar nuestras cárceles, convirtiéndolas en unidades productivas, con múltiples y de diversificados espacios de trabajo que hoy no existen, con obligatoriedad de lectura, computación y actividad física, pues lo que no hagamos intramuros será la causa sólo de males para nuestra sociedad cuyo lamento será siempre tardío.