El ataque a las dos mezquitas en la localidad de Christchurch significó un punto de inflexión para Nueva Zelanda y para su Primera Ministra, Jacinda Ardern.
Pese a que desde antes de su asunción en 2017 ya había desatado lo que se conoce como "Jacindamanía", la jefa de Gobierno llevó el concepto a un nuevo nivel tras su elogiada actuación ante el peor ataque terrorista que ha sufrido el país y que dejó 50 persona fallecidas.
Favorita del sector liberal y progresista neozelandés, hace dos años Ardern logró ascender en las filas políticas, liderar al Partido Laborista hacia la victoria y convertirse en la jefa de Gobierno más joven del mundo, con tan solo 38 años.
Pese a que sus políticas y proyectos han recibido tanto halagos como rechazos, su magnetismo popular - inalcanzable para sus pares - continúa intacto y se ha transformado en un ejemplo para el feminismo mundial: cuando asumió el cargo rechazó enfática las preguntas de periodistas sobre si planeaba ser madre y solo tres meses después de dar a luz - lo hizo durante su gestión -, llevó sin tapujos a su hijo a la sesión de la Asamblea General de la ONU.
Sin embargo, muchos de sus críticos más duros mantuvieron siempre un prejuicio sobre ella: consideraban que por más "Jacindamanía" que provocara, no tenía ninguna sustancia. Esa crítica ha sido completamente silenciada.
Por su tacto y cercanía para tratar con las víctimas, y su determinación política para unir a una población que podría haber terminado gravemente divida por la tragedia, Ardern se ganó el respeto del mundo y muchos sintieron envidia de los neozelandeses por tenerla a la cabeza.