Un análisis histórico sobre la democracia debe partir del cambio de significado de la política en el curso de un proceso que va desde la antigua Grecia hasta llega a los albores de la Edad Moderna y a la creación, en especial con el Renacimiento y la Reforma, del Estado Moderno.
Esta transformación puede sintetizarse como el paso de la política de una dimensión “horizontal” a una dimensión “vertical”.
Para Platón, el hombre firma el contrato de ciudadanía, término que aparece en su obra República. Por el contrato de ciudadanía el ser humano elige pertenecer a un estado y suscribe con él un pacto tácito por el cual se obliga a cumplir las leyes, incluso cuando éstas sean injustas.
Por tanto, la política es el estudio de las normas y de los principios teóricos del gobierno de los ciudadanos. Para Platón los justos eran los merecedores de todas las dignidades del Estado. Se llegaba a ser justo después de un proceso de perfeccionamiento de las virtudes a través de la educación, la razón, la fortaleza y la prudencia.
Los filósofos, eran los destinados para el gobierno de la polis o ciudad-estado.
En cualquier caso, el fin de la moral y la política es el bien o la virtud.
Si para Platón la sociedad deriva de un pacto, para Aristóteles es algo natural, consecuencia del hecho de que el ser humano es esencialmente sociable. El hombre es un «animal político».
De esta forma, lo que caracteriza al ser humano no es sólo vivir en sociedad, sino también ocuparse de las cosas de la polis o del bien común, que es la actividad noble por excelencia del ser humano.
El Estado es, pues, una organización política que resulta de la asociación de individuos, familias y pueblos. También tiene un origen natural. Su finalidad consiste en resolver las necesidades básicas de la vida y lograr que los ciudadanos puedan satisfacerlas.
El núcleo originario de la comunidad social o política es la familia, porque el concepto de Estado de Aristóteles se basa en la convivencia de todos los días. Las pequeñas asociaciones de grupos familiares dan lugar al surgimiento de la aldea. La asociación de aldeas da lugar a la constitución de la ciudad.
El ejercicio de la política es algo que pertenece en exclusiva al ciudadano. Si para Platón la ciudadanía estaba relacionada con el saber, en Aristóteles sólo es ciudadano el que participa en los poderes públicos.
Además, identifica la virtud tanto con el hombre de bien como con el ciudadano. Así pues, virtud, ciudadanía y lucha por el bien común son los supuestos esenciales de la perfecta felicidad.
Para Aristóteles, la mejor forma de gobierno es la democracia moderada o politeia. La democracia moderada consiste en una sociedad no excesivamente numerosa, con unas dimensiones relativamente reducidas y con autosuficiencia económica y militar.
En términos generales, las ideas filosóficas de los romanos procedían directamente de Grecia.
La concepción del derecho positivo puede considerarse como el avance más importante, implica esta idea la separación de la ética de la política; la creación de una teoría abstracta del Estado, distinto de la sociedad en general.
Los romanos separan y distinguen el Estado de los individuos, cada uno tiene deberes y derechos diferentes.
De este modo, el Estado es una persona jurídica que ejerce su autoridad dentro de los límites legales determinados; y el individuo es, también, una persona jurídica con derechos y prerrogativas frente a los demás individuos y las arbitrariedades posibles de los gobiernos. Todo el sistema privado en Roma se funda en el reconocimiento de esta concepción Jurídica.
Los romanos, como así los griegos, consideran al Estado como una institución natural que no requiere en su existencia justificación alguna. En cuanto a la ley, no es un mandato, una orden del soberano hacia sus súbditos, sino un pacto de los órganos constituyentes del Estado, después de una negociación colectiva.
Polibio, presenta una teoría del origen del Estado, describe los diversos tipos de gobierno y traza un ciclo natural en las transformaciones políticas.
Cicerón, el más famoso de su época, el Estado es la consecuencia natural de los instintos sociales del hombre. Señala igualmente una separación entre el Estado y el gobierno, reservando la autoridad política suprema al pueblo entendido como un todo, y considerando al gobierno como una expresión de su voluntad.
La exposición del concepto de Ley Natural corresponde el principal mérito de la doctrina de Cicerón.
El afirmaba que la ley legítima y verdadera se condensaba en el imperio de la razón recta, de conformidad con las normas de la naturaleza.
Sus ideas sobre la justicia y la ley natural quedaron profundamente arraigados en el pensamiento jurídico de Roma y dejaron su impronta en los juristas de la época imperial y en los primeros escritores cristianos.
En síntesis, los Ideales de libertad y democracia fueron los aportes más importantes de la cultura griega al pensamiento político, máxime contrastando con las civilizaciones contemporáneas a ellos.
El principal aporte de los romanos fue el desarrollo que le dieron a las ciencias jurídicas. Diferenciando entre Derecho Pública y Derecho Privado; además de que con ellos aparece la clasificación de Ius Civis, Ius Gentum y Ius Naturale.
Hasta cuando el Estado moderno no había monopolizado la política llegando a ser el lugar exclusivo y la fuente suprema de ella, la palabra política y el léxico de sus derivados – considerando las expresiones latinas civitas, res pública y res populi - venían usadas para expresar la idea de la política en su dimensión horizontal, en tanto que cuando se deseaba dar a la política un sentido vertical, jerárquico, se recurría a términos más específicos como pricipatus, regnum, dominium.
Para los estudiosos medievales y del renacimiento el dominium políticum, no era político en el significado actual, sino en el significado aristotélico: era la óptima ciudad de los “polites” que practicaba el bien común, una res populi igualmente enajenada por las degeneraciones democráticas, como por las degeneraciones tiránicas.
La verticalización de la política se acompaña de otros fenómenos peculiares y de cambio de esencia.
Hasta el renacimiento, e incluso hasta la Reforma, la política está siempre entronizada en su orden natural y ético.
En el tiempo de Aristóteles es, sobre todo, una concepción ética, es la doctrina de moral social.
Posteriormente, cambiando su naturaleza, llega a ser un derecho en la civilización romana, y una teología en la lucha entre el papado y el imperio o en la ruptura y fuerte contraposición entre catolicismo y protestantismo.
Sin embargo, en variadas formas y concepciones, la política fue, por muchos siglos, una “historia natural” de la convivencia humana, algo que está ligado al hombre en tanto “animal político”, que vive en una sociedad con sus símiles, en la búsqueda de la justicia y del bien.
Con el estado moderno, y con Hobbes en particular, la política se transforma en “un programa artificial”, en una solución concordada, convencional para hacer frente a emergencias vitales y, en la visión de Hobbes, a la lucha de todos contra todos.
La política se transforma en racional, no en el sentido de la razón natural como tensión hacia la verdad y la justicia, sino en el sentido de la razón instrumental, es decir, del cálculo de los medios más adecuados para conseguir determinados fines.
La política incorpora el espíritu de la revolución científica, pero esto lo hace renegando así misma de su rol como ética, como derecho y como teología.
La política se autonomiza, encuentra en sí misma sus leyes fundamentales, llega a ser autoreferencial, al nivel de constituirse como una esfera separada y extraordinaria respecto a la sociedad.
Naturalmente, verticalizándose y racionalizándose, la política se seculariza.
En este contexto la secularización es más que una simple desacralización, con ella la política del mundo moderno pierde sus connotados comunitarios, fundados en la tradición, y las obligaciones políticas se colocan en el centro de un sistema de relaciones que se renuevan permanentemente: se hace historia y se temporaliza, dando lugar al nacimiento efectivo del estado moderno.
El Estado Moderno en su primera versión, aquella absolutista, niega en su raíz toda teoría democrática del poder, porque en el fondo niega la preexistencia de una sociedad ordenada, de un demos del pueblo.
En la teorización de Hobbes, no hay ninguna transmisión del pueblo al príncipe, por la simple y definitiva razón que el pueblo no existe antes de ser creado por el pacto, a través del cual se instituye al soberano como tal.
La multitud de hombres que forman la sociedad no tiene en si ningún principio de orden y, por ende, la situación estaría destinada a una guerra perpetua si todos los poderes que en esa se encuentran no fueran reunidos en la voluntad del soberano, que expresa la única voluntad de la sociedad.
El escenario de la modernidad, se abre con la crisis de la representación. La irrepresentabilidad del bien y de la verdad impiden cualquier legitimización teológica del poder. Desde este instante el poder deberá encontrar en otra esfera su legitimidad, en la esfera de la “ratio”
El objetivo declarado de la política moderna es poner fin al conflicto mortal, a la guerra civil y en particular a la guerra de religión. El problema del orden social es la obsesión de Thomás Hobbes, como lo será de Kelsen: el orden es la prohibición de la guerra civil.
La despersonalización del poder, la abstracción de la “máquina” que conserva el orden y detiene el monopolio legal de la fuerza y de la violencia, es el nuevo estatuto teórico que permite deliberar y desvincular la construcción del Estado de cualquier tipo de condicionamiento jusnaturalista y de cualquier finalidad comunitaria.
La garantía de esta gran operación de “neutralización” son las representaciones políticas, el contrato de intercambio y el derecho. El derecho moderno es el verdadero protagonista del proceso de desteologización de la política, ya que al derecho se le asigna la tarea de instituir las nuevas condiciones de convivencia plural y de la “reductio ab unum” de los intereses conflictuales de las “cives”.
Todo esto conlleva a un resultado teórico muy nítido: la disolución de todo tipo de idea de sociedad política que viva en un estado de autonomía y de independencia. No hay espacio para una formación política que no sea aquella estatal y para una práctica política que no sea una práctica del estado.
Con ello, la política coincide irremediablemente con el estado, de manera tal que el participante a la unión política, que es el estado, en vez de ser, en el sentido más propio, un hombre político, un ciudadano, es pura y simplemente un súbdito, una parte pasiva del “pactum subjectionis”.
No debemos pensar que todo esto sea algo absolutamente remoto y lejano de nosotros, extraño por definición a nuestra cultura política. Por el contrario, es aquí donde se encuentra la raíz de lo político en la civilización moderna: una civilización todavía dominada por los estados y por el arquetipo dentro del cual los estados se han formado y desarrollado.
A la sombra de los Estados, sin embargo, se va produciendo el proceso de formación de otra de las categorías fundamentales de nuestro discurso político, aquella de la sociedad y, en un sentido más estricto, de la sociedad civil.
El aspecto de cualquier manera paradojal del proceso histórico que ha llevado a la formación de los estados es que, en su origen, existe una impetuosa corriente de energía social, que rompe justamente las formas políticas premodernas, feudales y corporativas, para conquistar espacios más amplios y más libres, más adaptos a la perspectiva de disciplinar una época histórica en la cual los descubrimientos geográficos, de una parte, y la intensificación de las relaciones económicas capitalistas, por otra, empujan hacia una organización extendida.
El resultado más evidente de este empuje es una construcción de estados nacionales cuya soberanía derrota las formaciones políticas de carácter supranacional, y obtienen un importante resultado orientado a la lenta formación de un tejido de relaciones económicas, sociales y culturales que muestran, progresivamente, una vitalidad autónoma, más allá del orden público que, como sabemos, ha sido enteramente conquistado y consumido por las instituciones del Estado político.
Es, justamente, en este terreno, en este tejido de relaciones materiales donde se concentraron los derechos de libertad y de propiedad sea en su versión de derechos civiles, que en la versión empirista y liberal del estado moderno, particularmente aquella del constitucionalismo inglés teorizado por Locke, donde asumen la función de garantía y de límite del poder estatal soberano.
Es en esta fase de formación de la sociedad civil, donde nace la ciencia de esta sociedad, la economía política, y, conjuntamente su ideología, la filosofía y la cultura del iluminismo.
Cuando esta ciencia y esta ideología han penetrado, dando seguridad a la sociedad burguesa del siglo XVIII, se producen los hechos más significativos de la civilización occidental: la Revolución Industrial en Inglaterra y la Revolución Democrática en Francia.
Es, en la onda de estas dos revoluciones, con la que inicia el proceso de reequilibrio de las relaciones estado-sociedad-política.
A una política estadocéntrica, se opone y busca de sustituirla una política centrada en la sociedad, y cuya principal característica es la práctica social.
En un cierto sentido, los resultados del proceso de modernización abiertos por la Revolución Industrial en Inglaterra, por la Revolución Democrática en Francia, desarrollados con la Revolución Americana y retomados, mucho más tarde, por los estados nacionales en Alemania y en Italia, son asumidos y sublimados por un nuevo simbolismo de esta hegemonía que da vuelta completamente los equilibrios del pasado.
Es la sociología la que modifica radicalmente el paradigma Hobbesiano del orden social fundado en la política entendida como estado y encuentra en la sociedad misma sus principios y sus leyes de funcionamiento.
Si antes toda la reflexión estaba dirigida a dar una forma conceptual al ingreso consensual del individuo en el estado, asumido como hombre artificial dotado de voluntad soberana, ahora el centro de la construcción del pensamiento se desplaza hacia los movimientos de agregación, de integración y de diferenciación social que son capaces de producir estructuras y funciones regulares sobre las cuales se apoya el orden autónomo de la sociedad y, en definitiva, su propia vitalidad.
En cierto sentido aquellas formas de agregación social premodernas que el estado triunfante había completamente eliminado de su horizonte teórico y político –la familia, la comunidad local, los cuerpos profesionales- ahora logran vigor y reconquistan un estatuto propio, una legitimidad específica, en tanto a ella se agregan nuevas formaciones, que nacen de nuevas solidaridades, como son los sindicatos, las asociaciones de intereses, los partidos políticos, las uniones culturales e ideológicas.
La interpretación sociológica de la sociedad no deja tampoco de lado hipótesis de recomposición comunitaria de la vida social, casi buscando una sociedad comunitaria que adquiera el carácter de categoría fundacional de un desarrollo unitario de las formas históricas de la sociedad, desde aquella griega a aquella moderna.
Es en el ámbito de este optimismo, que se centra en la autoreglamentación social, que se abre paso a las versiones funcionalistas, estructuralistas y sistémicas de nuestros días, y en el marco del cual el siglo XVIII puede adquirir la ilusión de dejar de lado el estado y el poder, finalmente, para fundar una sociedad sin estado.
La cultura política moderna se resume bien en esta doble polaridad: estatal de una parte, y social, de otra, con el individuo que aparece siempre en la búsqueda de un espacio humano, jurídico y político sobre el cual fundar los derechos de libertad y de propiedad.
La concepción moderna de la política está totalmente permeada de esta polarización dialéctica. Ella pasa a través de la potente mediación de dos grandes pensadores del siglo XIX: Hegel y Marx.
Tanto Hegel como Marx viven esta doble polaridad y sus teorías están profundamente compenetradas de ella, pero Hegel transforma esta contradicción implícita en una identidad: el interés particular de la familia y de la sociedad civil se resuelve en el interés general del estado. Los individuos y las multitudes son sólo la “materia” del estado, sólo el estado es la idea, el espíritu real.
Marx dá vueltas la visión hegeliana, diciendo que “no es el estado el que condiciona la sociedad civil, sino ésta la que condiciona el estado”.
Las relaciones materiales de existencia, en las cuales consiste la sociedad civil en la tradición europea hasta Hegel y Marx, asumen en el pensamiento marxista el centro del escenario como relaciones de producción propias de la economía capitalista; y es justamente en estas relaciones de producción donde se radica la contradicción de la cual emerge la lucha de clases.
Con esto no sólo se niega el estado, como forma política en la cual se subsumen las relaciones sociales, sino que además se niega la política misma y por tanto, efectivamente, la concepción de Marx es una antifilosofía de la política o una teoría negativa de la política.
Hegel tentó la imposible conciliación entre el Estado y la comunidad, a través de la síntesis ideal de Estado y religión, de libertad y socialidad.
Marx analizó la violencia originaria de los vínculos sociales e hipotizó un proceso material, práctico, de reapropiación comunitaria del Estado a través de la reconciliación de la producción con la vida colectiva y del hombre con la naturaleza.
En la experiencia del comunismo real existe el desesperado tentativo de hacer valer la promesa de una nueva comunidad, pero contradictoriamente, se entrega al mismo Estado la tarea de autoextinguirse en la sociedad de los hombres libres.
En la experiencia del comunismo real, se concentran paradojalmente la omnipotencia del Estado y aquella contrafigura de la comunidad que es la masificación coercitiva.
Hay que señalar que la antinomia entre estado y sociedad, no resuelta en el plano teórico, ha sido, de alguna manera superada en la práctica por el potente proceso de compenetración entre el estado y la sociedad.
A la espalda de este largo proceso de transición, más de una mitad de siglo, contraseñado por dos guerras mundiales y al menos dos fascismos, como soluciones políticas autoritarias a la crisis de dos democracias débiles y frágiles: la democracia de Weimar, en Alemania, y la democracia liberal en Italia.
El Estado que emana de la Segunda Guerra Mundial es irreconocible en sus aspectos fundamentales, si lo miramos a la luz de la teoría política del estado, como éste se había formado en un largo proceso de siglos.
Ya no es reconocible una verdadera separación entre estado y sociedad, dado que el proceso de compenetración llega a un punto en que no existe ningún subsistema social que no está tendencialmente organizado y controlado por las instituciones estatales.
Hay diversas posiciones culturales que intentan una explicación de este fenómeno.
Una, de inspiración marxista, tematiza la forma estatal, en esta fase avanzada del desarrollo capitalista, calificándola como una forma de estado capitalista en la cual el ejercicio del dominio político está en función de los intereses de los propietarios de los medios de producción y objetivamente contra los intereses de los trabajadores y, especialmente, de los sectores marginales y menos organizados de la población.
En la versión de la cultura reformista, este estado, se transforma en una particular encarnación del Estado Social, del Estado Asistencial o protector o de Bienestar.
Esto implica que en el proceso de compenetración entre estado y sociedad, que es un dato fuerte del horizonte contemporáneo, inicia y progresa mientras muere lentamente aquel tipo de estado que había predicado la separación entre estos dos polos de la dialéctica política y de lo cual había hecho su elemento fundativo: el Estado liberal y constitucional, aquel Estado que fue, en un tiempo, el objeto sea del análisis celebrativo de Hegel, sea de la crítica destructiva de Marx.
El Estado liberal, que es una conquista de la acción política y económica de la burguesía triunfante, aparece progresivamente deslegitimado, a medida que avanzan las teorías democráticas y que se abren paso las teorías radicales que buscan imponer la igualdad de los derechos políticos.
Estas teorías, abren dos frentes de lucha:
por una parte atacan el monopolio del poder económico que está en manos de los sectores dueños de la propiedad capitalista y colocan la cuestión social en el proceso de producción y distribución de la riqueza; por otra parte, con el progresivo alargamiento del sufragio electoral, ataca desde la raíz la idea elitista de la política y la misma naturaleza dicotómica de las relaciones entre gobernantes y gobernados.
La idea de democracia y las prácticas democráticas están efectivamente en el origen de las grandes transformaciones a las cuales se asiste desde el fin del 1700 en adelante.
La “felicidad” de gobernarse por si mismos, que Voltaire creía reservada sólo a los pequeños pueblos, escondidos en las montañas, se transforma en una realidad y al mismo tiempo en una utopía.
Realidad si pensamos la experiencia de la democracia norteamericana, que un politólogo como Sartori, llama el antecedente de las democracias modernas y la más moderna de las democracias y que fue, justamente, enfocada de esta manera por Tocqueville. Es una utopía si se mira a las contradicciones especiales de Europa Continental.
Después de esto, se produce, en efecto, el primer y decisivo vuelco de la dimensión vertical de la política: aquel pueblo, que en la teorización de Hobbes no tenía ninguna existencia fuera del viento creador del Estado, es, ahora, el verdadero soberano, el detentor del poder, no sólo en cuanto a su titularidad sino, también en cuanto a su ejercicio.
De esta forma, podemos decir, que el largo proceso iniciado con el evo moderno, se concluye aquí, con el vuelco de las posiciones originarias y con la definitiva sumisión del estado a la sociedad.
Hay que tener presente, de otra parte, que sólo con el fin de la Segunda Guerra Mundial, la idea democrática entró en un horizonte de universalización, como de reconocimiento de su valor fundativo de la convivencia política, y, de esta forma, representa ahora, más allá de los modelos reales en los cuales encarna, el empuje irrenunciable y de fondo de los procesos políticos.
Por ello el verdadero sucesor del Estado moderno, sea en su versión de Estado absoluto, sea en su versión de un Estado liberal, es el Estado democrático, es decir, el Estado que se funda en la soberanía popular, lo cual representa algo completamente nuevo, radicalmente diverso del Estado creado en los albores de la modernidad y vivido, en áreas y tiempos distintos hasta casi nuestros días.
Este es el tronco, entonces, sobre el cual se abren diversas ramificaciones, con connotaciones más débiles o más fuertes.
La perspectiva histórica consciente de colocar en este aspecto el verdadero giro cultural que se produce cuando la democracia vive no sólo en un país, sino cuando se difunde y se universaliza, cuando llega a ser un valor moral y políticamente tan elevado que incluso sus enemigos se reclaman a estos principios para cubrir las violaciones, ocasionales o sistemáticas, que sus políticas producen en contra de la democracia.