Oh I'm just counting

Tenglo parte I. Por Jorge Orellana Lavanderos. Ingeniero, escritor y cronista

Nos internamos por un sendero ascendente bordeado de ramas por el que penetraban tímidos rayos de sol, y aceleramos el trote, motivados por la curiosidad de contemplar el escenario natural que la vista desde la cumbre nos ofrecería. No nos decepcionamos… Como surgido del retrato de un óleo de Manoly, o como la imagen emergente de una acuarela de Hardy Wistuba, aparecieron ante nuestra sorprendida vista, separado por las aguas del canal que ahí se ensanchaban, los mástiles - ordenados como fósforos dirigidos hacia el cielo y desprovistos de las telas con que enfrentan el viento -de los veleros del club de yates. Más atrás, el cerro verde, cubierto de una enmarañada vegetación por el cual las casas se abren paso en suinsondable camino hacia el cielo, encaramándose en tenaz y constante lucha a través del agreste follaje.
 
Un rato antes habíamos descendido de la embarcación en que cruzamos el canal, de igual forma en que lo hiciera junto a mi familia hace muchos años, en la dulce época de mi niñez. En tales ocasiones, cruzábamos el canal para visitar la Quinta Hoffmann, en la que Augusto, un inmigrante de ese apellido, llegado a la ciudad en 1856, se instaló años más tarde en la isla, y junto a su familia construyó su hogar, viviendo del provecho que le producía la explotación de la tierra y la posesión de cierto ganado menor. A su muerte, sus hijos siguieron trabajando el campo, abriendo la Quinta al público como lugar de recreación y haciéndola conocida en la comarca como la Quinta de arriba y la Quinta de abajo, en donde se ofrecía la hospitalidad de sus hermosos y cuidados senderos y la conjunción de la típica gastronomía autóctona con la alemana.
 
Puedo recordar, mientras piso la tierra oscura de la isla, que desde la terraza de la Quinta - que poseía un pavimento cuadriculado de baldosas blancas y negras que armonizaban con el atuendo de los mozos y las sillas de blanco fierro forjado- en más de un día soleado nos deleitamos con el beso del encuentro entre las arrulladoras aguas del Pacífico y las arenas de la caleta, en la bahía que se extendía hasta la Estación Ferroviaria, en la gloriosa época en que el nostálgico silbato de la locomotora - lanzando volutas de humo que el viento deshacía con prontitud - anticipaba la llegadadel tren a la ciudad.
 
No me extrañaría, pienso trotando, que parte de estos recuerdos sean fruto de la forma en que a través de los años ellos se han acomodado en mi memoria, y puede ser que incluso - como la tierra después de un gran terremoto - continúen asentándose en nuevas formas en el futuro. Lo que puedo asegurar que no pertenece a las fantasías de mi memoria, es el recuerdo del plañidero clamor del poeta visitando el lugar en una lóbrega tarde de invierno, mientras el invisible sol, se perdía al fondo del estrecho:
 
“Afuera el viento gime y se extiende en un murmullo misterioso y melancólico. Al frente, las luces de Angelmó, se alargan sobre el agua como senderos palpitantes”.
 
Ahora, en el presente, hemos venido a trotar a la isla, un sueño que palpitaba en mí desde hacía mucho tiempo, y ahora que lo cumplo, a cada paso que doy sobre el terreno húmedo, brotan a borbotones los recuerdos. De exuberante belleza, el solo nombre de la Isla, gatilla de inmediato algún momento placentero de mi infancia…
 
Mientras observo los huertos y jardines de las pocas casas desparramadas por la isla, acude el rostro de una rubicunda mujer llamada Celinda, que proveía desde aquí hortalizas a mi madre, y su improvisada presencia en el sendero al que conducía la escalera que desde la calle Balmaceda llevaba hasta nuestro hogar, siempre despertaba mi regocijo y el de mis hermanos. En un canasto, ella guardaba los productos que la tierrale ofrecía y que nosotros recibíamos gozosos: rábanos, zanahorias, grosellas, ciruelas y racimos verdes que desde el canasto coloreabanla cazuela engendrada en la ternura y la cocina a leña de mi madre.
 
De pronto, después de correr por un camino ripioso que en algunos tramos se asemeja más a un potrero, desembocamos en una extensa playa dispuesta al lado sur de Tenglo – que quiere decir tranquilo –y que mira hacia Maillén, la isla que le sigue, y que el jesuita Eduardo Tampe,define en sus Crónicas y Testimonios, como una playa recorrida a toda hora por el suave viento austral y que hoy, sin embargo hace honor a su nombre porque no sopla una brisa y siento que he llegado a un inexplorado paraíso distante solo unos minutos del centro de la ciudad.
 
El océano Pacífico luce como me imagino lo descubrió Vasco Nuñez de Balboa, amplio y generoso. Imperceptibles olas llegan suaves a la orilla en la que el mar ha ido depositando pequeños y coloridos guijarros y conchuelas que descansan sobre la arena morena. La imagen de inefable paz me lleva a rememorar mis añejos sueños de filibustero… “Cada vez que desde la ventana de mi habitación veía alejarse un barco, silencioso hasta verlo desaparecer, soñaba que en él viajaban marineros hacia el mar de las Antillas, en donde merodeaban filibusteros, alimentándose de huevos de tortuga y disfrutando de las aguas cristalinas que bañaban las playas de arenas blancas. Mi ilusión moría cuando se esfumaba el humo de la chimenea del barco, pero renacen cuando recuerdo la palabra que habita en un misterioso lugar de mi memoria”.
 
Sobre el agua, que las nubes han teñido de gris, se reflejan azules tintes de cielo que se ha colado horadando las nubes y como es habitual en la zona, esplendiendo un magnífico día, luminoso y carente de viento. Nuestra presencia altera la paz de un queltehue y caemos en cuenta que aquello que percibimos como un error de cálculo, es en realidad una actitud de defensa del nido, pues la acción, que recuerda el ataque de un kamikaze, se repite varias veces y acaba solo cuando el ave ve recuperada la seguridad de los suyos.