Tras la dura derrota de Alejandro Guiller en las elecciones del 2017, se ha desarrollado un interesante debate en torno a sus causas, instalándose entre algunos líderes de opinión y analistas, la tesis de que, tras este fracaso electoral, la centro izquierda vive una de sus peores crisis.
Como somos un país dado a las generalizaciones, los juicios apresurados y la memoria corta, pasamos por alto que hace tan sólo cuatro años atrás, la candidata de la derecha, Evelyn Matthei, salió derrotada con un 37,83% frente a Michelle Bachelet, quien obtuvo el 62% de los votos, sumado al hecho de que la coalición conformada en torno a ella tenía por primera vez desde el retorno de la democracia, mayoría absoluta en ambas cámaras. Algo inédito y que sin duda marcaba una diferencia importante respecto de los anteriores gobiernos de la Concertación.
En aquel entonces también se habló de crisis terminal de la derecha, de los desastrosa que había sido la incursión presidencial de Sebastián Piñera - el primer presidente de derecha elegido democráticamente desde Jorge Alessandri -, y, en fin, se pensaba que los partidos de centro izquierda retornaban con renovados aires a gobernar por al menos dos periodos consecutivos. Nadie apostaba que el ex Presidente Piñera, que terminaba su periodo con una paupérrima popularidad, volvería a gobernar en tan solo cuatro años más, obtenido un inédito resultado electoral en segunda vuelta.
No obstante las cosas en política son siempre complejas, quiero aventurarme con un breve análisis de las que creo fueron las principales causas de la derrota en la elección presidencial de 2017, y esbozar algunas propuestas de salida, partiendo desde una hipótesis, cual es, que, para las próximas elecciones presidenciales del 2021, existe la real posibilidad de generar una alternativa política competitiva a la derecha actualmente en el poder.
Pues, a diferencias de muchos análisis, si bien comparto el que el progresismo atraviesa una crisis, como la atraviesan todos los partidos y conglomerados tras una derrota, no comparto el que esta sea especialmente grave, ni menos terminal.
Digo esto, porque hay muchos que dentro de la propia oposición no creen en una rearticulación de la centro izquierda con opciones reales de ganar, y quienes así piensan, por lo general dan a este debate un tono pesimista, queriendo instalar que la derecha que ganó esta irremediablemente destinada a gobernar por al menos dos periodos consecutivos.
Quiero aclarar también, que desgraciadamente este debate se contamina por opiniones de comentaristas provenientes del propio mundo progresista, quienes han hecho de la crítica a la Nueva Mayoría y al gobierno de Michelle Bachelet, algo habitual. Hago esta precaución necesaria, para que no nos perdamos, pues la pléyade de opinólogos y analistas que aparecen hablando de lo mal que esta la actual oposición, dando a entender que se encuentra en una crisis irremediable, por lo general, son funcionales a una estrategia política, materializada a través de medios de comunicación de derecha, que como sabemos, en Chile monopolizan la agenda informativa.
De esta forma, si queremos desarrollar un análisis honesto, creo indispensable despejar este punto, pues muchas de las opiniones que se vierten y muy probablemente seguirán vertiéndose al respecto, tienen segundas intenciones detrás.
Aclarado esto, vayamos a las causas de la derrota.
I. Pérdida de proyecto colectivo
Se ha sostenido insistentemente que la Nueva Mayoría fue una coalición que se izquierdizó producto de varios factores, tales como: El ingreso del Partido Comunista a una coalición moderada y gradualista; El excesivo eco que tuvieron las demandas de los movimientos sociales del 2011 - la mal llamada calle -; La penetración de cuadros del Frente Amplio en el aparato estatal para
la ejecución de algunas políticas públicas, y, en fin; Una Michelle Bachelet que habría llegado embriagada de izquierdismo “cepaliano” fruto de su paso por ONU Mujeres. Estos factores, más otros que no son del caso mencionar, habrían influido de modo tal, que la Nueva Mayoría habría arribado al poder intentando replicar recetas populistas cercanas a las aplicadas por Chávez y Maduro en Venezuela.
Este argumento, si bien es el más burdo intelectualmente hablando, fue sin duda el que más caló políticamente.
El famoso “Chilezuela” aterrorizó a gente de estratos sociales medios y por su puesto movilizo de una manera casi colindante con la histeria a la clase alta chilena, hecho que se comprueba con los altos niveles de votación obtenidos por Piñera en las comunas en donde se concentra el quintil más rico de nuestro país, tanto en las primarias de la derecha como en las dos vueltas presidenciales del 2017.
Es evidente que tal izquierdización es una construcción mediática. Lo que sí hubo, y eso fue fruto de un programa de gobierno preconcebido, fue el afán de realizar cambios estructurales a partir de un diagnóstico que no necesariamente era compartido por todos los partidos que conformaban la Nueva Mayoría.
En efecto, para muchos, los 20 años anteriores de gobiernos de la Concertación, si bien habían sido pródigos en realizaciones y efectivamente el país había avanzado con inusitado éxito hacia el desarrollo, disminuyendo la pobreza, con alto crecimiento económico y con políticas sociales focalizadas que habían permitido generar un cambio socio cultural asombroso para la historia de nuestro país - pasando de ser un país de pobres y ricos, a un país mayoritariamente de clase media -, dejaba inalterables algunos elementos heredados del neo liberalismo impuesto por la dictadura, que de no abordarse, generarían malestar social, el cual tarde o temprano reventaría a través de una crisis del sistema político, ya sea a través de populismos o soluciones autoritarias.
Síntomas de ello ya existían. Desde los noventa se venía generando un fenómeno de desinterés en la política, manifestado en menores niveles de participación, el cual se agudiza a partir de la introducción del voto voluntario,
sumado a movilizaciones masivas por demandas largamente postergadas que apuntaban principalmente hacia una crítica a la desigualdad imperante. Si bien la ciudadanía era consciente de que los jóvenes de hoy estaban mucho mejor que los de antes, esa emancipación fruto del acceso a una mejor calidad de vida generó una autoconciencia de que las discriminaciones y privilegios consecuencia de la tradición y la cuna, ya no eran tolerables.
A este malestar por la desigualdad, se sumó también una creciente sensación de fragilidad ante las contingencias propias de la vida moderna. Hechos como una enfermedad, la vejez, o la pérdida de un empleo, podían hacerlos caer nuevamente en la pobreza.
Este diagnóstico fue advertido a fines de los noventa a través de estudios, publicaciones y debates, tales como el Informe de Desarrollo Humano realizado por el PNUD el año 1998, la lúcida crítica de Tomás Moulian en, “Chile Actual; Anatomía de un Mito”, o la discusión entre autocomplacientes y autoflagelantes, instalándose posteriormente en el ideario de la centro izquierda como leit motiv de un nuevo ciclo político, cuya contribución intelectual más lograda podemos apreciar en el libro “El Otro Modelo, Del orden neoliberal al régimen de lo público”, de los académicos Fernando Atria, Guillermo Larraín, José Miguel Benavente, Javier Couso y Alfredo Joignant.
Las causas de la desigualdad y fragilidad en nuestra sociedad, para quienes compartían este diagnóstico, radicaba en un modelo de desarrollo que había estigmatizado lo público como motor de progreso social, llegando al extremo de que bienes considerados por toda sociedad de mercado moderna, como universales, aquí eran y siguen siendo, exclusivos de quienes pueden pagar, como la salud y la previsión.
Por otro lado, dentro de la misma centro izquierda, hubo voces que no comulgaron con este diagnóstico, pues creían que lo avanzado durante los 20 años de la Concertación había sido no tan sólo “lo posible”, dada las características de nuestra transición y los amarres institucionales que hacían insostenibles avances más profundos sin poner en riesgo las estabilidades democráticas y económicas del país, sino que constituía la materialización de una receta en la cual empezaron a creer. Muchos demócratas cristianos, socialistas y pepedés dejaron de creer en los modelos de desarrollo en torno a
los cuales se habían reunido para sacar a Pinochet primero, y hacer de Chile una sociedad más justa e igualitaria después, convenciéndose que las recetas del modelo instaurado por la dictadura eran las más acertadas para sacar a nuestro país del subdesarrollo.
Estos militantes y ex dirigentes de la Concertación, de una u otra forma, fueron dejando de lado sus originales creencias doctrinarias, y para justificarse, comenzaron a tildar a todo el resto de populistas e izquierdistas afiebrados.
Esta tensión, por desgracia, no fue debatida ni menos abordada adecuadamente, privilegiándose el acceso rápido al poder - a través de una figura extremadamente popular, como la ex Presidenta -, lo que significó el que no se resolvieran estas diferencias, dejándose indeterminado el marco en torno al cual era factible seguir gobernado juntos.
De esta manera, la Nueva Mayoría llega al poder el 2014 sin acuerdos programáticos entre los partidos de su propia coalición, llevando adelante un gobierno reformista, con fuertes tensiones internas.
De ahí la razón por la que Ignacio Walker, Presidente de la Democracia Cristiana al iniciarse el gobierno de Bachelet, no haya querido denominar a la sumatoria de partidos de gobierno “Coalición”, sino que haya preferido recurrir al eufemismo de llamarla “Acuerdo político programático”. Pues, a pesar de haber sido uno de los fundadores de la Nueva Mayoría, nunca creyó en ella.
II. Crisis de confianza
El problema de los gobiernos que se sustentan más que en la confluencia de ideas, en el carisma de sus líderes, es que cuando la popularidad del líder decae, arrastran tras de sí sus gobiernos.
Esto sucedió con Michelle Bachelet a partir del caso CAVAL.
De no haber existido este episodio, no cabe dudas que el Gobierno de la Nueva Mayoría habría corrido otro derrotero, no evidenciándose este desacople entre la agenda del gobierno y la de sus partidos políticos.
A este caso puntual que horadó de forma gravitante la figura presidencial de Bachelet, la cual estaba imbuida de una estima social que la hacía extremadamente poderosa, se agregan múltiples casos de abusos de poder y vinculaciones promiscuas entre dinero y política, que terminan por mermar la confianza en prácticamente todas las instituciones del país.
Al individualismo sistémico al que nos venía conduciendo el modelo de desarrollo, se suma esta crisis de confianza de las instituciones, y cuando la confianza se pierde, recuperarla cuesta tiempo y trabajo.
Esta crisis de legitimidad, si bien partió en los partidos políticos de derecha, perjudicó con mayor fuerza al gobierno y a los partidos de la centro izquierda, generando efectos nefastos para la gobernabilidad del país y la total anarquía en el conglomerado de partidos que conformaban la coalición de gobierno.
Ante la debilidad de la figura presidencial, los partidos oficialistas iniciaron un viraje sin retorno en busca de alternativas que les permitieran sobrellevar esta crisis, adoptando decisiones que a la postre serían fatales para el desenlace electoral del 2017.
Si a esto sumamos un Gobierno de reformas eminentemente legales, en donde el rol del parlamento y de los partidos políticos es determinante, sin duda que la crisis de confianza hizo del gobernar, una tarea aún más compleja.
Si bien es cierto, se pudo avanzar en muchas e importantes reformas, varias de ellas trascendentales, el daño se profirió a través de los medios de comunicación, en donde las peores críticas provenían precisamente desde sectores afines al gobierno, siendo estas determinantes a la hora de ir configurando un ambiente de caos que, bien explotado por la derecha, generó una imagen de desgobierno, si bien absurda y desmedida, efectiva a la hora de movilizar electores.
III. Falta de unidad
Aun con todos los problemas que se le puedan reprochar al Gobierno de la Presidenta Bachelet, resulta imposible desconocer que la coalición de partidos que conformaban la Nueva Mayoría hizo todo lo posible por salir derrotada ante la derecha.
Primero, no hizo primarias para definir un candidato común, y no siendo ello suficiente, llevó dos candidatos para competir en las elecciones presidenciales de primera vuelta, sumado todo ello a que por la izquierda se levantó la candidatura del Frente Amplio, la cual obtuvo prácticamente la misma votación que Marco Enríquez-Ominami el 2009.
Es decir, se repitieron los mismos errores de la derrota anterior, casi como si estos hubieran sido planificados premeditadamente. Uno podría pensar, con justa razón, que dentro de la propia Nueva Mayoría hubo actores que apostaron a perder, e hicieron todo lo posible para lograr dicho objetivo. Pues de otra forma no se explica la sumatoria de decisiones conducentes a la derrota.
Hay múltiples argumentos de lado y lado para justificar las irracionales decisiones que se tomaron, pero lo cierto es que la historia electoral reciente de nuestro país nos enseña que, cuando la centro izquierda va dividida, gana la derecha. Así de simple.
IV. Problemas de Fondo
He querido dejar para el final este argumento, por ser el más complejo y al mismo tiempo el que a mi juicio, menos incidió en la derrota del progresismo en esta última elección presidencial.
Cuando hablo de problemas de fondo, intento dar respuestas a quienes sostienen que la derrota de la Nueva Mayoría obedece a una serie de factores más estructurales y menos contingentes, que van desde la imposibilidad de construir una alianza tan amplia - desde el Partido Comunista hasta la Democracia Cristiana -, pasando por la crisis de representatividad de los
partidos de izquierda y la DC, hasta quienes sostienen que la derecha habría ganado en el plano de las ideas, que la sociedad chilena habría mutado en tan solo cuatro años y ahora estaría entusiasmada con las promesas de mayor crecimiento económico y seguridad ciudadana, cuestiones que por antonomasia, ofrece este sector de la sociedad.
Vayamos por parte. En efecto, estamos viviendo un periodo de crisis de los partidos políticos, pero yo no lo circunscribiría a la centro izquierda o la Social Democracia tan solo. Me atrevería a decir que este fenómeno cruza a la democracia de partidos en general.
Tampoco me parece valido homologar el fenómeno que están experimentando las izquierdas en Europa con las latinoamericanas, pues son cosas completamente distintas.
En Europa, la Social Democracia padece los efectos propios del fenómeno de la inmigración, por un lado, y de las políticas de restricción fiscal aplicadas tras la crisis financiera del 2008 por la Unión Europea, por el otro, las que hacen que muchos europeos se hayan dejado seducir por alternativas nacionalistas, y en algunos casos xenófobas, que nada tienen que ver con los socialismos latinoamericanos filo autoritarios y populistas de Venezuela, Bolivia y Nicaragua, y tampoco con modelos como el del FA uruguayo o el que está próximo a iniciarse en México, con López Obrador.
Esto no quiere decir que las izquierdas y los modelos de desarrollo que éstas han promulgado no tengan problemas de fondo, basados principalmente en la incapacidad de interpretar a una sociedad capitalista y globalizada muy distinta a la sociedad estratificada en clases sociales de los siglos XIX y XX. Es evidente que, tras el derrumbe de los socialismos reales, y más allá de la tercera vía de Giddens, a la izquierda le ha costado dar con una conceptualización coherente que permita constituir una alternativa viable que dé respuestas a la sociedad actual, en un marco de libertades económicas, pero con creciente descontento hacia el modelo de desarrollo, descontento que por cierto incluye a la democracia como sistema de gobierno.
Para qué decir la Democracia Cristiana. El otrora partido más importante de Chile, vive también una profunda crisis, producto de sus disputas e indefiniciones internas, sus crisis de liderazgo (desde Aylwin y Valdés que no
emergen liderazgos de categoría en la DC), y por la situación que atraviesa la Iglesia Católica, en una sociedad chilena cada vez más secularizada. A ello se suma la incapacidad de la DC para interpretar a los distintos y heterogéneos sectores medios emergentes, muy distintos a los de hace 20 o 30 años atrás, que constituían su principal base de apoyo.
Pero aun con todos estos problemas, estas son crisis de los partidos políticos, y en Chile quienes ganan las elecciones, son los candidatos, con independencia de los partidos políticos que los apoyan.
Esto es un hecho que se viene constando desde Frei Ruiz-Tagle en adelante. Si bien con Lagos no se dio este fenómeno, y de ahí lo compleja de su elección, si se dio con Bachelet y Piñera.
La democracia chilena ha ido mutando cada vez más, desde una democracia de partidos, a una democracia de figuras y personalidades.
Quien arraso en sus incursiones presidenciales fue Bachelet, no la centro izquierda, y quien logró hacer triunfar a la derecha democráticamente después de 50 años, fue Piñera, no la UDI ni Renovación Nacional.
De esta forma, si bien los partidos políticos continúan siendo relevantes para gobernar, el grueso de la ciudadanía no se identifica con ellos, y para ganar elecciones, se hace más relevante contar con candidatos que sean capaces de sumar apoyos transversales, sobre todo de esa gran masa de ciudadanos que se autodefinen como independientes y que son la mayoría de los chilenos.
Con esto no quiero decir que derechas e izquierdas no excitan conceptualmente, que hayan perdido vigencia, ni menos de que no sean importantes. Pues, en dicho debate, suscribo la tesis de Nolberto Bobbio, quien, tras el derrumbe de los socialismos reales, en “Derecha e Izquierda” rebatió a quienes creían superado dicho binomio. No obstante ello, es un hecho cierto que para la sociedad actual, las tradicionales categorías políticas de izquierda, derecha y centro, han ido perdiendo intensidad, siendo sustituidas por otras, más liquidas y difíciles de clasificar, en donde el sentido de pertenencia y fidelidad que existía antaño, ya no existe. Fácilmente una persona puede votar por un candidato de izquierda en una elección y por uno de derecha en la otra, fenómeno que quedó demostrado en las últimas
elecciones presidenciales, en donde votantes de Beatriz Sánchez y MEO en primera vuelta, votaron por Sebastián Piñera en segunda.
Lo que hay, es más bien una crisis de la democracia como sistema de gobierno, en donde obviamente se insertan los partidos políticos y entre ellos, los partidos progresistas, pero no le doy a dichas crisis una injerencia importante en la derrota electoral del 2017.
De hecho, creo que, si la otrora coalición gobernante hubiera ido unida desde un principio y sin la competencia de una candidatura mediática por la izquierda, como la del FA, perfectamente podría haber ganado, y muy probablemente los analistas estarían hablando de la crisis de la derecha chilena.
Por esta misma razón, es que tampoco comparto los juicios de quienes sostienen que la derecha de hoy, es distinta a la de hace un par de años atrás, y que esa es la razón por la cual volvió a ganar Piñera.
Lo que ocurrió con la derecha se explica por varias razones más bien de índole estratégicas. Ellos tuvieron la necesidad, porque el empresariado así se los exigió, de resolver cuanto antes el problema del candidato, para lo cual no trepidaron en hacer todas las maniobras para forzar a Ossandon a competir en una primaria, y si bien no pudieron hacer lo mismo con José Antonio Kast, lo resolvieron de muy buena forma en los minutos siguientes a la primera vuelta.
Esto, sumado a la campaña del terror instalada con complicidad de los medios de comunicación y a un discurso en segunda vuelta coherente y bien estudiado, logró, además de movilizar a la derecha de clase alta, movilizar a sectores medios y medios bajos en donde el miedo al descalabro económico permeó.
La clave del éxito de la derecha en esta elección estuvo en su capacidad para movilizar a su gente, y ese factor estuvo fuertemente condicionado por el miedo.
Pero no nos engañemos, la derecha que arribó en este segundo mandato de Piñera, con más experiencia y todo, es prácticamente la misma versión de la derecha del 2010.
Carente de relato, apostando al crecimiento económico e incluso más populista que antes, es poco probable que vaya a tener un discurso muy elaborado respecto de las libertades individuales, el orden y la familia, lo que vendría a ser una suerte de derecha en versión Jaime Guzmán (el político más influyente que ha tenido en los últimos 50 años) , ni tampoco se aprecia que vaya a estar enfocada en temas como las desigualdades o la pobreza, aun en su versión paternalista y asistencialista, que vendría a ser algo así como la derecha social que desde hace un tiempo viene intentando representar José Manuel Ossandón.
Probablemente tendremos un gobierno cuidadoso de la figura presidencial, tratando de cometer pocos errores políticos, guiándose por las encuestas y estudios de opinión en aquellas materias que no le generen grandes disensos internos, con mucha pirotecnia comunicacional, que se va a apoyar en los vientos de cola de la economía internacional, en la medida que estos persistan, cuyo principal objetivo final va ser su reelección el 2022. No mucho mas.
Pero de ahí a decir que estamos frente a una derecha distinta, con una carga ideológica nueva y elaborada, más allá de las apuestas tradicionales a las que históricamente ha jugado dicho sector, me parece más propio de un arranque voluntarista que un hecho real.
V. ¿Cómo se gana?
Parto de la base que es completamente factible el que la centro izquierda retorne al poder el 2022. Pero para ello, se tienen que dar ciertas condiciones que son ineludibles si es que se tiene real interés en ser gobierno.
1. Programa
La mejor forma de avanzar en la unidad, es a través de lo programático. Las ideas disciplinan el actuar. Sin ideas en común, todo los demás se hace incoherente y aparece forzado ante la ciudadanía.
Por esta razón, es indispensable construir un programa común, y para hacerlo bien, hay que construirlo con tiempo.
Son múltiples los temas que aquejan a nuestra sociedad actual, pero a mi juico la centro izquierda, es decir, desde la DC hasta el FA, deben ponerse de acuerdo en al menos tres cuestiones fundamentales:
a. Crecimiento económico. Hay que definir qué modelo de desarrollo económico queremos para nuestro país, y en esa disquisición, hay mínimos que se deben discutir y resolver. Por de pronto, asumir el libre mercado como una realidad, con la cual hay que convivir y utilizar en beneficio del progreso de las personas.
A partir de ahí, se deben consensuar múltiples otras materias, tales como el grado de injerencia estatal en la actividad empresarial, cómo hacemos este definitivo tránsito desde una economía extractiva hacia una economía del conocimiento, el grado de armonía con el medio ambiente, nuestra integración económica con otros mercados, etc.
b. Provisión de derechos sociales. En esto incorporo la discusión del sistema de pensiones, si es que no se resuelve en el actual gobierno, así como el de previsión en salud y la educación en lo que respecta a calidad e incorporación de nuevos deciles a la gratuidad.
Se requiere establecer cuáles derechos y hasta qué nivel estamos como sociedad dispuestos a garantizar para mejorar el nivel de vida de nuestros compatriotas. Este debate se cruza, a su vez, con otros temas que también son necesarios despejar, como el relativo a la carga tributaria.
c. Seguridad. Este debe ser un tema prioritario para la centro izquierda, y para ello, debemos ser capaces de discutir seriamente nuestra política criminal, que va desde la reactualización de nuestro Código Penal hasta la reformulación de nuestras policías, poniendo el acento en la reinserción social de niños y adultos, entre otros múltiples temas más.
También me parece que el país está maduro para darse un debate serio relativo a la legalización de las drogas para efectos de terminar con el narco tráfico, abordando el tema de la drogadicción no desde una perspectiva punitivista, sino que de salud pública.
2. Unidad.
Como bien nos recordara Pepe Mujica en su visita a Chile durante la campaña de segunda vuelta presidencial, cuando las posiciones son el todo o nada, termina ganando el nada. Es decir, las posiciones maximalistas tan solo contribuyen a que se mantenga el satu quo.
De esta forma, la única posibilidad de vencer a una derecha unida, es con una centro izquierda unida. No hay otra opción. Y esto, que suena obvio, no lo es tanto. Pues hay intereses que movilizan a ciertas corrientes políticas, así como a determinados liderazgos, a anteponer el éxito individual, aun a costa de seguir siendo oposición.
Yo constato dos riesgos en lo inmediato. Uno, la Democracia Cristiana. Este partido, mi partido, vive una crisis de identidad desde hace décadas, y en vez de buscar salidas por el lado de lo doctrinario, reactualizándose y buscando elementos que le permitan volver a reconquistar al chileno de clase media que antaño votaba por él, tiende a evocar glorias pasadas ensimismándose en chauvinismos que lo llevan a adoptar estrategias defensivas, en que, en vez de diferenciarse por sus propuestas, termina haciéndolo por sus pugnas con los demás partidos de la centro izquierda o por razones de poder o de ingeniera electoral.
Es indispensable que la DC vuelva a ser esa fuerza transformadora que en los sesenta impulsara la revolución en libertad y en los ochenta encabezara los movimientos sociales liderando la oposición a Pinochet, y para ello, no son opción ni el camino propio, ni menos la derecha. La DC chilena, por su historia, doctrina y composición social, muy difícilmente podría irse a la derecha, y si lo hiciera, seria a costa de su quiebre definitivo.
Por otro lado, está el Frente Amplio. Este conglomerado se encuentra rehén de dos tesis, las cuales deben despejar pronto sus militantes. La de tratar de
sustituir a los partidos de la izquierda tradicional, cosa imposible en el corto plazo, o la de sumarse a ésta, con el fin de experimentar en primera persona la responsabilidad y experiencia de ser gobierno, con los costos y beneficios que ello conlleva.
En la medida que prime la vocación de convergencia, se puede empezar a avizorar un futuro más promisorio tanto para el propio Frente Amplio, que pronto dejará de ser una alternativa generacional novedosa para convertirse en una alternativa más, como para el conjunto de la Centro Izquierda.
Pero estas definiciones no tienen que ser de inmediato y tampoco se deben forzar.
Tanto en el caso de la DC como en el FA, se deben generar las condiciones que permitan llegar a mayores niveles de convergencia, que, a mi juicio, no encuentran en lo ideológico su dificultad principal, pues las posiciones de los partidos del FA no son más de izquierda que las que tenían en su momento los partidos de izquierda en los sesenta, cuando Radomiro Tomic los invitó a constituir un frente común bajo la unidad política y social del pueblo, sino que más bien en prejuicios y desconfianzas, que solo se superan con dialogo, voluntad y perseverancia.
3. Consensos Éticos.
Para recuperar la confianza de la sociedad en la democracia, los partidos políticos y las instituciones en general, es indispensable establecer consensos éticos básicos.
Nuestras prácticas, tanto al interior de nuestros partidos como para con la ciudadanía, deben estar imbuidas de ciertas normas de conducta que vayan más allá de lo legal, en donde la participación, la democracia y la transparencia sean entendidos como valores que le den sustento a nuestro actuar en lo público.
No se trata de convertirse en partidos inquisidores ni en savonarolas de la moral, sino que de entender que los estándares de conducta que demanda la
ciudadanía actual son distintos a los de antes, y que la coherencia, es decir, la correlación entre lo que se piensa, dice y hace, es fundamental para recuperar las confianzas.
El daño más profundo que los casos de corrupción han hecho, es precisamente justificar el individualismo como móvil de conducta social. Ante instituciones descompuestas, las personas buscan respuestas en sus familias y redes cercanas, perdiéndose el tan necesario sentido de comunidad, indispensable para construir sociedades solidarias e integradas. Nuestra principal tarea para lograr recuperar el tejido social, es precisamente, recuperar la confianza. De ahí la relevancia de lo ético.
VI. Conclusión
Quiero finalizar estas reflexiones, reiterando mi optimismo en cuanto a las capacidades y posibilidades de seguir construyendo una sociedad mejor, en base a los principios y valores de la centro izquierda.
Si bien nadie puede desconocer el fuerte impacto que generó la dura derrota electoral de diciembre de 2017, lo cierto es que, en política, las cosas son extremadamente dinámicas y nadie tiene clavada la rueda de la fortuna.
En un sistema electoral con voto voluntario, en donde el 51% de los inscritos en los padrones electorales no votaron en la última elección presidencial del 2017, y en donde Sebastián Piñera contó con el apoyo de tan solo el 26,4% de las personas en edad de votar, - porcentaje semejante al obtenido por Michelle Bachelet el 2013 -, el dar por sentado que un determinado conglomerado político tiene asegurado el gobierno por dos o más periodos, es absurdo y carece de seriedad.
Lo que nos han demostrado los procesos electorales el último tiempo, es que la población chilena le perdió el miedo a la alternancia, y que en adelante tendremos elecciones disputadas e inciertas, en donde los aspectos estratégicos y tácticos cobrará especial relevancia, fruto de una sociedad cada
vez más despolitizada. Eso lo entendió muy bien la derecha en la segunda vuelta presidencial.
Pero en ningún caso estamos experimentando vuelcos políticos que hagan suponer que una determinada corriente esté predestinada a gobernar por periodos extensos, como ocurrió con la Concertación tras el plebiscito de 1988.
De esta forma, si como centro izquierda somos capaces de anteponer los intereses superiores del país por sobre las disputas partidarias pequeñas y los afanes hegemónicos, no me cabe duda que el progresismo se constituirá en una fuerza competitiva, con reales posibilidades de ser gobierno el 2022