Oh I'm just counting

Consecuencias (esperadas y perversas) de la implementación en Chile del modelo ultraneoliberal y el contexto de pandemia. Por Oscar Osorio. Sociólogo

El modelo ultraneoliberal, del cual todos, en mayor o menor medida (con o sin conciencia, sentido e incluso entusiasmo) hemos sido partícipes en estos últimos 40 años, ha generado consecuencias inesperadas y perversas para la mayoría de la población. Incluso, más allá de las transformaciones que los gobiernos democráticos realizaron, en sus aspectos más bien secundarios, tanto porque no era posible por el peso excesivo de la derecha en virtud de la constitución del 80, como por cierta desidia y falta de voluntad política de su elite, no se modificó el núcleo central del modelo. La emergencia de la pandemia del Covid19 y lo errado de las propuestas diseñadas por las autoridades políticas y sanitarias para enfrentarla, no han hecho más que agravar estas consecuencias. Nos referimos básicamente a consecuencias perversas en los siguientes ámbitos: económicos-sociales, políticos y culturales.

Económicas-sociales

La ineptitud de este gobierno para hacerse cargo de los problemas que ha generado la pandemia del Covid19, es de tal magnitud que ha sido incapaz de ponerse en los zapatos de los trabajadores del país. No le interesa, además, establecer empatía con los problemas de la gente. Esto aún cuando prácticamente el 50% de la población al año 2019 se encontraba en una situación de alta vulnerabilidad, toda vez que, conforme a datos oficiales del INE, la mitad de los trabajadores de Chile, gana menos de $350.000 líquidos mensuales y el 50% de las personas que reciben pensiones contributivas obtienen menos de $170.000 (datos CASEN 2017) . Es decir, se sitúan, apenas por $5.000 sobre la línea de la pobreza ($165.000) Y esta vulnerabilidad ha aumentado notablemente, con este evento sanitario externo que no sólo se manifiesta en las altas cifras de cesantía, sino que fundamentalmente en la caída de la actividad económica, que ubicará inmediatamente a una gruesa parte de los trabajadores, bajo la terrorífica línea de la pobreza ($365.000 para un hogar compuesto por tres personas y $472.000 para un hogar compuesto por 4 personas).

Lo que más cuesta entender, es que, después de tres décadas de recuperación de la democracia, con una elite política y económica del país que nos insistió que el crecimiento era condición fundamental para llegar a ser un país desarrollado y estable, la pregunta que subyace cómo es que nos encontramos con esta situación de tan alta vulnerabilidad. ¿Qué sucedió con nuestro país con un PIB per cápita cercano a los 25.000 dólares? Bastó que ocurriera esta pandemia y todo el tinglado de cifras, promedios y equilibrios macroeconómicos, certezas económicas y apologías al mercado, temblara y se viniera al suelo de manera estrepitosa.

La respuesta está en la profunda desigualdad social y económica que existe en el país, a propósito de la concentración de ingreso y riqueza en el 1% más rico. Se trata de una dimensión que no mide la encuesta Casen, puesto que las encuestas de hogares subestiman o no logran registrar los ingresos de la población más acomodada. Para su medición se usan los registros tributarios, y para Chile estos datos muestran que el 33% del ingreso que genera la economía chilena lo capta el 1% más rico de la población. A su vez, el 19,5% del ingreso lo capta el 0,1% más rico.

Y este drama estructural, no leído ni menos asumido por las autoridades gobernantes, para nada ha sido incorporado en las propuestas de solución, tanto en el tema de salud como en el económico. Al contrario, todo es mediatizado por el mercado, sea éste de vanidades y caridades (cajas de mercadería, profusamente amplificado por los canales de la televisión abierta), del trabajo, vía seguros de cesantía, o financieros vía préstamos ominosos de la banca, o bonos miserables del Covid. Pero en nada aparece la mano amiga del estado, que ante la incertidumbre y la caída abrupta, ayuda y protege.

Entonces ahora, en medio de la mayor de la crisis sanitaria, social y económica de los últimos 100 años, nos percatamos que en Chile los frutos y las oportunidades del progreso no han alcanzado a todos por igual. Y que esta pandemia, por supuesto no democrática, toda vez que tanto el número de contagiados y fallecidos, en un alto porcentaje, corresponden a personas viven en comunas de más bajos ingresos. Aunque no exclusivamente, por supuesto. Por eso ahora contemplamos, de manera dramática, como ancianos mueren botados en conventillos y cites que creíamos eran parte del pasado y, sin embargo, hoy proliferan no solo en las comunas del poniente o norte de la capital, sino que en todas aquellas catalogadas como de “clase media” (Santiago, Macul, Ñuñoa).

Entonces, los niveles de pobreza ya no están cercanos al 9%. En otras palabras, si las personas en Chile dependieran sólo de los ingresos del trabajo (que en su etapa de jubilación se refleja en el monto de las pensiones), 3 de cada 10 personas no superaría la línea de la pobreza; lo anterior permite ponderar de manera más precisa los resultados de la aplicación del “modelo” chileno, ya que el volumen de personas en situación de pobreza pasaría de 1,5 millones a 5,2 millones. Esto es particularmente relevante toda vez que la población más afectada por los estragos de la pandemia es la perteneciente a la tercera edad. Por lo tanto, no podemos sino referimos a la situación de las pensiones, donde las palabras y conceptos recurrentes son pauperización, pérdida de status y de niveles de consumo; es decir, movilidad social descendente.

Tal situación, ha puesto al país de nuevo, como en las primeras décadas del siglo pasado, a hablar de la cuestión social. Es decir, pobreza, vulnerabilidad social y precarización. Ha quedado de manifiesto, cuando el manto de la “parca” se posa en los hombros de los abuelos, de los pobres, de los que arriendan piezas por años, la incapacidad del sistema de AFP para dar respuesta a los dilemas de la seguridad social. Para eso no sirve, sí para transformarse en la base de sustentación del sistema financiero que sostiene, con recursos de los trabajadores, el modelo ultraneoliberal.

Políticas

La pérdida de confianza en las instituciones políticas, tal como lo muestran las últimas encuestas, en donde el Presidente de la República, dependiendo del mes que se han hecho, es de un magnitud nunca antes conocida en el país, ya que apenas cuenta con un 6% de aprobación (CEP enero 2020) o un 20 o 25% de aprobación (CADEM junio 2020). En la misma paupérrima situación de adhesión se encuentran el Congreso y los partidos políticos. Lo anterior da cuenta de una absoluta desafección de las elites políticas del sentir de la mayoría del país. Cuando las instituciones políticas no son capaces de dar respuestas a las demandas de la ciudadanía; cuando no se les asigna o reconoce la legitimidad para abordar y solucionar la crisis, como ha quedado de manifiesto con esta crisis sanitaria, es la democracia la que se resiente y quedan abiertas la puertas para cualquier intento populista, sea éste guiado por algún líder carismático o un grupo o partido u organización que se arme para tales fines.

El discurso populista apela a lo inmediato, a lo próximo, a lo concreto y a las certezas de una mayoría, de la multitud. Más aún cuando se trata de una multitud desesperada y desesperanzada, en donde cualquier solución, no sólo no puede esperar ni menos ser negociada, sino que debe implementarse de manera inmediata. En este sentido, el principal argumento usado por los populistas, es la demagogia. Por esta razón, cualquier acuerdo entre gobierno y oposición, debe tener un horizonte de tiempo limitado. Se trata de una acción coyuntural, cuyo único destino es enfrentar la pandemia, que la gente se quede en casa y luego un plan de ayuda para recuperar empleos. Pero esto, bajo ningún punto de vista, significa más de lo mismo: más mercado, más AFP, más Isapres, más soluciones “ominosas” de la banca.
Por esta razón es que nos interesa desenmascarar cualquier intento populista de salida de la crisis, aprovechándose de la desesperación de la gente, que signifique no cambiar las bases del modelo ultraneoliberal. Sabemos que esta práctica consiste en identificar las preocupaciones de la gente y, para aliviarla, se proponen soluciones fáciles de entender, pero difíciles de aplicar. A pesar de ser tan antigua como la democracia, la demagogia ha recibido un impulso impresionante a través de las comunicaciones de masas, fundamentalmente la televisión y particularmente las llamadas “redes sociales “e internet, ya que la difusión de la información escapa a todo control centralizado y al consenso democrático. Es decir, nadie se hace responsables por las consecuencias, ni menos por los contenidos de los discursos.

La demagogia y el populismo se ven fortalecidos ante la caída y desplome que ha experimentado la institución “Presidente de la República”. En efecto, hoy se encuentra absolutamente desfondada, sin respuesta ni empatía con el sentir de la ciudadanía, que exige cambios profundos. No sólo se llega tarde con medidas que previamente instituciones médicas habían insistido en que se implementasen, sino que todas las medidas se diseñan desde la perspectiva del pro mercado, dejando ausente todo vestigio de humanidad. Se está en presencia entonces de una suerte de tormenta perfecta: desconfianza en las elites, en el presidente y en todas las instituciones, la clase política gobernante principalmente oficialista, insistiendo en su plan de políticas públicas sin modificar mayormente el modelo, no respondiendo a la demanda mayoritaria. Sin embargo, esta desconfianza también alcanza a los partidos de la oposición. Es decir, nadie se salva. De esta manera, el país sin densidad democrática, sin tejido social, ni capital social, queda sin posibilidad de defenderse de un intento de refundación populista.

Culturales

Asociado al tema de la desigualdad social, el país se ha venido estructurando en barrios y territorios altamente segregados y segmentados socialmente. Es decir, se trata de un país y barrios para nosotros (la elite) y otros varios países y barrios para los otros, los que no son como nosotros, los demás. Donde el mercado se convierte en el único asignador de los privilegios y recursos. Y la emergencia de la pandemia no ha hecho más que desnudar esta realidad. No es lo mismo vivir el confinamiento obligatorio y la cuarentena en los barrios de las comunas con más ingresos, que en aquellos donde el hacinamiento y la pobreza son la normalidad. Al respecto, basta un recorrido por los matinales de la TV abierta para percatarse de la realidad y de las conversaciones que allí ocurren, donde no existe mayor cuestionamiento al “modelo” que mantiene sumido al país en la pobreza y, lamentablemente, salvo honrosas excepciones, los personajes de oposición no hacen más que legitimar, a través de sus “bufonescas apariciones”, el ideario político y comunicacional del gobierno. Sin hacer mención alguna que nuestra cotidianidad ha estado mediada por un modelo de mercado desregulado e individualizado, obsesionado con el crecimiento, con el consumo, la competencia y la desigualdad.

Y cuando la autoridad sanitaria, de manera irresponsable y sin realizar ningún ejercicio de autocrítica nos traspasa a todos los chilenos la responsabilidad de no infectarnos con el virus, tratando de hacer una “verónica” a las erradas políticas previas, se olvida de que para quedarse en casa, se requieren ingresos dignos y no migajas. Pero también se olvida la autoridad, al hacer mención a cierta irresponsabilidad de los chilenos por no respetar como se debe la cuarentena, que el modelo deseado de “no sociedad”, está basado en el individualismo llevado a su máxima expresión, que, junto con la codicia, la avaricia, el arribismo y la competitividad, constituyen los pilares ideológicamente el modelo. Para ellos la sociedad no existe, solo el individuo, narcisista que persigue el consumo de sus deseos sin importar nada. “Responsabilidad con los demás, solidaridad con los otros, ¿qué es eso?; para eso el mercado genera instituciones donde cuidar a los mayores y abuelos. Es tarea de otros, no mía”.

Estos nuevos valores culturales han reemplazado a la austeridad, a las prácticas de ahorro, a la cultura del trabajo, al respeto por el otro y al optar por el camino correcto y no por el más fácil o por el atajo y que libera de responsabilidades e incluso de impuestos.

Síntesis

Por eso ahora, que en medio de la crisis se llama a la unidad y solidaridad de los chilenos para enfrentar juntos esta crisis, el mejor homenaje a todos los muertos, a los dos mil y tantos y a los que seguirán aumentando por las anteriores decisiones erradas, es iniciar el camino para la transformación del modelo. La pobreza y la reemergencia de la nueva cuestión social, la probabilidad cierta de experiencias populistas y el fenómeno de la segregación y segmentación territorial, como elementos de diferenciación social y cultural, que estuvieron en el centro del reclamo y de la rabia que caracterizaron el estallido social, siguen estando presentes y se han agudizado aún más ante la incapacidad de este gobierno por enfrentar la pandemia. Lo único que han generado es una enorme fractura y divorcio entre la elite política, social y cultural y la gente.

Sin embargo, tenemos una gran oportunidad para comenzar a cambiar este estado de cosas. Hemos visto como se han instalado, a propósito de la incompetencia de las propuestas sanitarias, prácticas de solidaridad y apoyo en todos los barrios; prácticas donde el individualismo y competencias están ausentes; donde el egoísmo ha quedado relegado. Hoy es tiempo de colaborar para enfrentar juntos esta crisis. Pero no debemos perder la posibilidad de generar un cambio, una transformación a un nuevo sentido basado en lo social y no en el mercado, una solidaridad y una resignificación del estar y hacer en política. Donde no sea pecado hablar de comunidad ni de estado social, donde quede desterrado el concepto de subsidiario. Esta será la tarea de la post pandemia. Mientras tanto, necesitaremos también de una nueva ética, “para sostener la indignación frente a los abusadores; para defender la libertad frente a los autoritarios. Una ética para la defensa de la autonomía personal y, al mismo tiempo, de todas las solidaridades colectivas. Una ética defensiva de guerrilla, frente a la ética ofensiva de guerra que nos quieren imponer los mismos de siempre. En fin, una necesaria ética de insumisión para vivir con dignidad”