Tímido sol de mayo que te escabulles ¡Regrésanos tu calidez!
¡Hurgas entre nubes! Es tu despedida.
¡Vacilas! Cruzas oscuros cielos.
¡Llenas de tibieza el valle! Y… Te evades.
¡No puedo leer! El placentero acto de leer se hace difícil. ¡Evado la lectura!
Si leíste un día, y algo aprendiste de lo que leíste: ¡Aplícalo!
¡Es tiempo de acción!
En el claustro del confinamiento, me hundo al interior de un cubículo de vidrio - en el que años atrás – instalé, en un rincón del jardín, una máquina en que - para sosiego de mi cuerpo - ¡Mantengo la rutina de mi trote!
Observo desde ahí, moviéndome sin avanzar, todo aquello que sin ver, soñé una vez, cuando no quise ver, o cuando no pude ver.
Contemplo los macizos verdes que circundan el patio, y las plantas, y las flores, y desde su misteriosa dimensión, el mundo vegetal me observa confuso. ¡Un extraño acude a exhibirles su cuerpo en movimiento!
Un zorzal me atisba con cautela, inicia una rutina, hurga por algo que se oculta bajo el césped y se interrumpe para observarme de frente, luego, hace un gesto curioso, gira la cabeza como si buscara mi posición correcta, parece acostumbrarse a mí, pues permanece un largo rato ocupado en su faena - y ni siquiera el picaflor que se extasía extrayendo néctar a una flor - logra distraerlo.
Es lo que mi curiosidad advierte, pero en el jardín habitan mundos que me pasan desapercibidos, lo pueblan organismos vivos que no veo, no huelo, ni oigo, y que tampoco alcanzo a palpar o saborear, mundos sorprendentes, que están donde para mí no hay nada, y que mi intelecto no reconoce si su presencia no activa algo en mis sentidos que los delate.
La ciencia, me revela mundos que el desconocimiento me esconde y que subyacen misteriosos, la fe, me alienta a creer en fuerzas cuya existencia no puedo probar, y yo, que apenas alcanzo a catar la envoltura de un hombre, no puedo develar su generosidad ante la urgencia, que pasa a ser algo incógnito, pues carezco del poder para dimensionar su alma o sensibilidad, algo que puede regocijarme, o aterrarme.
Me debato entre lo que es y lo que quiero que sea, entre mi realidad sombría enfrentada a mi ficción soñada. La ciencia cita a un enemigo invisible, y los medios de comunicación exacerban con feroz realismo imágenes aterradoras, y sin atribuirle méritos a la peste, pienso que ella me revela el alcance de nuestra sensibilidad ante la muerte y el sufrimiento, y algo del misterioso secreto del contenido del alma.
Renacerá un día, pero ha decaído mi pasión por la lectura, el preámbulo para visitar el mundo mágico de las letras se me hace lento, renuente, me distraigo en nimiedades, porque es tiempo de acción, del que me siento lejano, y aquello, dificulta mi concentración.
Sobre mi velador descansan dos hermosos libros clásicos, que no oso tocar, y su lectura queda suspendida: como la inconclusa lección de un maestro a un estudiante inquieto; como la flama de un incipiente amor que al vencer la espera obtendrá su gloria; como el postergado anhelo de un artista; como el relegado sueño de una viejo por deslizar sus manos zafias sobre la tierna piel del ángel; como un viaje jamás iniciado; como el camino de un vagabundo en su lóbrego paso hacia la muerte; como el duelo inacabado de la carne que pierde un ser amado…
Llegan a mi correo sendas invitaciones, anuncian una entrevista al Ministro que encarna la hebra sanitaria de la madeja en que se ha vuelto la crisis. Una proviene de ICARE, y la otra, pertenece a mi maestro literario, y me la envía su asistente, porque el maestro - atiborrado por sus amplias obligaciones - no suele establecer un vínculo directo con sus alumnos, y aquello me produce una gran curiosidad, porque el valor que encierran sus lecciones - puedo equivocarme, él puede aclararlo – me ha inspirado justo en la dirección opuesta, es decir a no desatender lo que nos humaniza: El mundo a través de un sistema económico eficiente en la generación de riqueza, pero implacable en su distribución, ha pecado en la pérdida del insustituible vínculo del que hablo. ¿No fue así como la empresa creció impersonalizada y descuidó su prioridad de mejorar y atender la calidad de vida de sus colaboradores? Y… ¿No fue así como la ciudad creció desprolija y se desatendió la suerte del vecino y de cualquier habitante, al quedar atrapados por la cruel garra del individualismo, y la sociedad escaló hasta la indignación, y nos convertimos en seres cansados y angustiados?
He vivido de la construcción y he amado la actividad, porque he hurgado hasta los más apartados rincones de almas rudas, y he alcanzado hasta sus insondables miserias, y me he deslumbrado con sus redentores páramos de luz.
Sorprende el grado de preparación del ministro, y mi maestro, no comete por cierto el recurrente desatino periodístico de preguntarle por la asignación de la última cama. A sus anchas, el Ministro aporta un relato y se explaya transmitiendo confianza en el incierto dominio de las incertezas, y aunque un aliento noble nos impulsa - con cierta arrogancia – a pensar que nuestra solución es la conveniente para los numerosos problemas que nos acosan, mi conclusión, es que a esa aseveración, nos guía solo la acción conjunta de nuestra ignorancia y tozudez.
A insinuación de mi maestro, visito en delirantes hojeadas - porque no puedo concentrarme en su lectura - pasajes de la obra de Walt Whitman y regreso al enigmático mundo del jardín…
¡Nunca! Habrá más perfección que ahora, y ¡Nunca! Habrá más infierno o paraíso que hoy. ¡Nada cambiará nuestros afectos! Permanecerá nuestra sensibilidad. Tal vez, la crisis, deje una noción de su peso o dimensión.
Nuestra vida enfrentará muchos cambios, y sus procesos serán distintos; las ciudades alterarán sus diseños; el trabajo tendrá otra perspectiva; el transporte y los viajes se plantearán diferentes; y los negocios también se tratarán de otra forma, pero no perderán su desigualdad, y en su esencia, la utilidad que nos reportan tampoco cambiará.
Olvidada la peste seremos los mismos. ¡Repetiremos los errores! Porque cautiva al interior de nuestro cuerpo, el alma volverá a divagar, y otra vez, claudicará ante nuestras miserias, y se extenderán nuestros defectos, y nos ocuparemos de exaltar nuestras virtudes, y persistirá la ambición como motor del mundo, y… ¡Nada cambiará en lo sustancial!
Páramos en sombras refulgirán y serán testigos de que afortunadamente, el hombre seguirá siendo el mismo, poseedor de un alma capaz de cambiar el mundo, pero incapaz de cambiar la esencia de la que ha sido dotado, que proviene de una dádiva que se le ha concedido, pero sobre la que no tiene el control.
Retozaré sobre la hierba y el brote más pequeño me probará que no hay muerte, que todo crece y nada se destruye. Y… ¡Mi gran curiosidad! La enorme curiosidad me la seguirá provocando la muerte, y volveré a contemplar los inagotables mundos del jardín, y compartiré con Whitman: ¿Por qué temerle a la muerte sin saber si es algo afortunado?