Oh I'm just counting

Epopeya. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

La nostalgia es una fuente inagotable de placer en la que el hombre se refugia frente a una dificultad, pero… sin esperanza, puede inducirnos al desánimo, antecesor del hundimiento.  

 -¡Parece inadmisible tanta ambición de poder! – Retumbó en la pantalla la atronadora voz del líder, ante la incredulidad de la ciudadanía que lo sintió rasguñar la imprudencia, pero éste, entusiasmado con sus palabras - algo común cuando ellas provienen del corazón – continuó encendido, poseedor de un control exquisito.

-¡Hablo por 15 años de silencio y creo indispensable señalar que se puede salir hoy de esta encrucijada civilizadamente con el triunfo del no! – Y la avezada periodista, tensa con el cariz de la entrevista, intentó aplacarlo, pero no le fue posible, pues el audaz político la interrumpió vehemente, y con el dedo índice dirigido a la pantalla, dedicó – a vista de todo el país – su arenga al temido dictador

-¡Usted solo es capaz de ofrecer al país ocho años más de tortura, asesinatos y violación de derechos humanos!

Su arrojo, que pudo costarle la vida, le permitió en cambio - al tirar el bigote del tigre en público - alcanzar la presidencia un día, algo que se evidenció ahí, y que tuvo la virtud de ofrecerle un camino a la ciudadanía, que estaba sumida en un apático desconcierto.

Su agravio, agitado por la brisa de primavera, abrió las puertas de la ilusión a los incrédulos ciudadanos, que avistaron - desde la bruma melancólica de un pasado glorioso - un fugaz, pero poderoso rayo de esperanza, que creció hasta instalar en los postergados la real posibilidad de un cambio, y la inesperada recuperación de la democracia. Algo que parecía relegado al plano de la ficción adquirió formas precisas.

Unidas las fuerzas en torno a un proyecto común, una vez más, David se precipitó en la venturosa y osada lucha por derrotar a Goliat, fielmente representado por el dictador.

Unos días antes del plebiscito, el grupo de trabajadores habló con su jefe, para solicitar la tarde libre, y éste, que pensaba igual que ellos, los autorizó a marchar desde Buin hasta el centro de Santiago.

Desde mi lugar de trabajo, los observé salir eufóricos, y curioso, los seguí en mi auto, al que se encaramaron además algunos de los más viejos. Al entrar a la ruta panamericana, nos sorprendió la fuerza viva y arrolladora de la comunidad, y percibí el indecible júbilo de que presenciaría algo grande. ¡Estábamos frente a un momento histórico! Y los que formamos parte de esa obra de construcción seríamos privilegiados testigos del prodigioso salto que el país se aprestaba a dar.

Alentados por bravas mujeres, desde todas partes brotaban espontáneos grupos de pobladores portando banderas que reflejaban el delirio popular, aferrado al símbolo patrio como factor unitario.

Con ojos húmedos por la acción conjunta del velo acuoso de los años y la emoción ante el irreversible y avasallador proceso, parejas de ancianos, sin exteriorizarlo, vibraban al paso del grupo, con la felicidad que compensaba un largo tiempo de penurias.

Festivos estudiantes se unían a la marcha que engordaba, adquiriendo desde el cielo la forma de una enorme y voluptuosa serpiente, que a medida que avanzaba hacia el corazón de la ciudad desplegaba regocijo.

Sin rumbo conocido, más que el de congregarse para celebrar la alegría desbordante de un anticipado triunfo, la caravana recibía, en un ambiente de armonía y festividad, el aliento y bocinazos de apoyo de los vehículos que pasaban embanderados.  

Sin distingos, cada hombre era igual al otro, y la epopeya flotaba en la alianza de paz, que sin la presencia de las armas, decretaba el final de la dictadura. La espontánea marcha del pueblo no se encaminaba hacia un lugar determinado, era la alegría de la unidad que anunciaba con certeza irrefutable el avance del país hacia un destino impostergable.

La unidad, la palabra y la paz consolidaron la victoria ¡Esa fue la epopeya! y a poco andar, la más importante coalición de la historia se hizo cargo del gobierno, sin conjugar jamás el detestable verbo de destruir. La epopeya hizo que vinieron treinta años de progreso. ¡Esa es la historia!

¿En qué momento acumulamos tanto resentimiento?

Y no hablo de las reformas de pensiones, educacional, o de salud, aspectos todos que deben atenderse en la armonía de la unidad y la paz, exigiendo generosidad al mundo que detenta la riqueza y sacudiendo la indolencia del mundo que detenta el poder. ¡Hablo de otra cosa!

Hablo de la animadversión que alentada desde los extremos, se propaga peligrosa proveyendo dolor y miseria al país, porque en sus mezquinos intereses, cierta impericia emocional obliga a opacar cualquier éxito del adversario, hasta superar la racional inmediatez que obliga a atender los males que afligen a aquellos que precisamente, esos grupos políticos, se comprometieron a servir, prevaleciendo en cambio, la miope visión que inmoviliza la pereza de nuestro tránsito.     

Treinta y dos años después de la epopeya, el país se enfrenta otra vez a un plebiscito, pero se trata ahora de algo distinto…

Un día, en una de las tantas congregaciones de protesta, antes de finalizar el año pasado - cuando la peste era solo una palabra inofensiva - alguien, ante la imposibilidad de controlar la violencia, propuso como solución la redacción de una nueva Constitución, y se acordó aprobar esa propuesta a través de la consulta en un plebiscito.

Sindicado como el autor, y eterno culpable de nuestros problemas, renace al viejo y detestable dictador, para agraviarlo en su Constitución, sin prever de que en tal forma se daña el legado del mismo líder, que años después de derrotarlo, la validó, al introducirle innumerables cambios.

Situado en la disyuntiva de Aprobar o Rechazar, tengo algunas preguntas.

¿Tiene sustento lógico desconocer que en ese período, el país tuvo en su historia el más grande y sostenido crecimiento de treinta años?

¿No se tratará este ejercicio de un arrebato emocional destinado a lapidar la vilipendiada imagen de un actor añejo e inexistente?

¿Traerá la magia de una nueva Constitución el anhelado cambio, o será solo un disuasivo distractor, que pospondrá la aspiración sin resolverla?   

¿Es el momento oportuno para hacerlo?   

Tal vez, el acto responde a la necesidad de morigerar el belicoso debate que se ha instalado en las instituciones y en la comunidad. Si es así, por cierto no surtirá el efecto deseado, pues eludirá el conflicto de fondo: dialogar y dialogar, hasta superar nuestras diferencias.             

Aunque se le intente dar, el evento no alcanza la proeza del de ayer, tal vez porque no será un símbolo de unidad, y no me entusiasma, porque tengo la convicción que cualquier resultado solo aportará confusión y división.

Por alguna extraña razón, el plebiscito actual no me estremece, exacerba en cambio en mí el pudor, mucha desconfianza, y algo de vergüenza, y creo – puedo alterarlo, pues los hombres tenemos la obligada facultad de pensar y reformularnos a veces – que no comprometeré mi complicidad en uno u otro sentido hacia un acto que en esencia reconvengo.

¡No nos engañemos! Solo la esperanza otorga épica a una gesta y cuando se le quiere conferir carácter de epopeya a algo que no lo tiene, corremos el riesgo de no encontrar más que frustración y desencanto.