No es el nivel de recaudación fiscal lo que impide el desarrollo en Chile, sino el modo en que el Estado gasta —y malgasta— lo que ya recibe. El reciente escándalo de las licencias médicas otorgadas a funcionarios públicos que, en vez de reposar por prescripción médica, aprovecharon el beneficio para salir del país, lo demuestra con crudeza.
Según el Informe CIC N° 9 de 2025 de la Contraloría General de la República, más de 25 mil funcionarios públicos y trabajadores de entidades financiadas con fondos públicos registraron viajes internacionales en pleno período de licencia médica entre 2023 y 2024. Las cifras son escandalosas: 35.585 licencias utilizadas en forma presuntamente fraudulenta, con 59.575 registros de entradas o salidas del país, lo que equivale a un daño fiscal directo de unos 35 millones de dólares.
Y eso es solo la punta del iceberg. Economistas como Jorge Quiroz y Matías Acevedo estiman que el exceso de días de licencia en el sector público —más que en el privado— genera un sobrecosto anual de entre US$ 720 y 800 millones. Una sangría fiscal que se repite cada año, en silencio, sin responsabilidad administrativa y con total impunidad.
Pero lo más grave no es el abuso de algunos funcionarios. Lo realmente alarmante es la falla estructural del Estado como administrador responsable de los recursos públicos.
Recordemos un dato clave: del 7% de cotización obligatoria en salud, FONASA destina aproximadamente un 5% al financiamiento de licencias médicas. Es decir, no falta dinero. Lo que falta es gestión, fiscalización y control. Licencias falsas, dobles pagos, reposos injustificados y médicos que firman sin revisión efectiva son parte de un sistema que paga como aseguradora pero actúa como cómplice.
¿Y dónde están los servicios especializados del Estado? ¿Qué hace la Superintendencia de Salud? ¿Y la SUSESO, llamada a controlar la legalidad de las licencias? ¿Dónde están los servicios públicos que autorizaron viajes internacionales en pleno reposo médico sin cruzar datos ni emitir alertas?
La respuesta es inquietante: no hacen la pega. Mientras la Contraloría sí detecta patrones irregulares cruzando bases de datos de migración, salud y licencias, los organismos competentes miran para el lado, actúan con lentitud o simplemente no actúan. Peor aún: a veces los mismos funcionarios que deben fiscalizar, también gozan del beneficio sin control.
Este caso evidencia algo más profundo: el problema de Chile no es fiscal, es moral.
Y si el Estado no es capaz de custodiar con eficiencia los fondos que administra —porque derrocha, porque no controla o porque no quiere controlar— pierde toda legitimidad para exigir nuevos tributos. No se puede hablar de justicia tributaria sin antes hablar de justicia administrativa.
Es momento de dejar de repetir el mantra de que “faltan impuestos”. Lo que falta es vergüenza y voluntad política para ordenar el desorden. Antes de pensar en más recaudación, el Estado tiene la obligación de demostrar que puede cuidar lo que ya tiene.
Porque si no lo hace, seguirá ocurriendo lo que ocurre hoy: los honestos pagan más, para que los sinvergüenzas descansen en el extranjero a costa de todos nosotros.