Oh I'm just counting

Padre nuestro. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

Alguien me ha regalado un poema que con un inicio irreverente atrae mi interés porque me incita hacia un tema que me apasiona y que, incorpora además la urgencia de invitarme a cavilar sobre mi propia irreverencia en una discusión que hemos sostenido hace poco.

¿Estará ese alguien, con su envío, tratando - con su acostumbrada sutileza - de hacerme ver mi propia conducta?
Entre temperamentos sensibles una pregunta tan directa podría lastimar su susceptibilidad, por lo que para responderme la pregunta y satisfacer mi intriga, repaso el diálogo que mantuvimos unos días atrás.

En efecto, conversando sobre “Madame Bobary”, la trascendental obra de Flaubert, comenté que después de leerla no entendía la razón de que esa novela ocupara un sitial tan elevado en la literatura universal.

Ante su incredulidad, he agregado que para terminarla, tuve que hacer un esfuerzo en mi segundo intento, porque contiene largas descripciones que se me han hecho verdaderamente fastidiosas.

“El drama de Emma es el abismo entre ilusión y realidad, la distancia entre deseo y cumplimiento” ha dicho Vargas Llosa, pero también es cierto que el afamado autor ha dicho que prefiere a Tolstoi sobre Dostoievski.

Aunque es cierto que - enfrentados al conflicto del erotismo de la vida sexual y a la vileza del dinero en la vida cotidiana - los personajes de la novela cobran vigente realismo, eché de menos el surgimiento desde sus letras del milagro que sorprende.

Concebida en base a ideas y no a acciones, aunque se suceden en su trama los ingredientes necesarios para dar forma a una novela, tales hechos son esperados y carecen del misterio que a mi juicio debiera exigirse a una obra de esa envergadura.

La rebeldía de Emma, que al privilegiar los placeres del cuerpo sobre los del alma, se transforma en representante de uno de nuestros permanentes conflictos, está tratada desde una narrativa perfecta, que reconozco que a mí se me ha hecho eternamente aburrida, y aunque la he terminado, debo decir que jamás logró entusiasmarme. 

Claro está que no es un resultado que me deje satisfecho; al contrario; me queda la impresión de que en su lectura he fracasado, porque, frente a la talla de otros grandes literatos que sí supieron apreciarlo, habita en el texto algo que yo no he descubierto. Al revés, me rebelo al sesgo machista que olfateo rondando los dominios de la novela, que adopta conceptos hoy inaceptables, tal vez propios a la época en que se ambienta la amarga historia sobre la campesina normanda y que quedan registrados en esta frase citada por el autor en una carta íntima:

“Elles prennent leur cul pour leur coeur et croint que la lune est faite pour éclairer leur boudoir”

Me pregunto si mi incapacidad para acercarme de mejor manera a la novela de Flaubert, se debió; excluyendo cualquier factor prejuicioso de mi parte, por cierto inexistente; a que igual que en el nacimiento de toda relación o conversación, se produce en la literatura entre autor y lector un misterioso acercamiento que cobra fuerza en la escritura, en que las formas del mensaje brotando desde el fondo, llegan al lector de igual forma como el calor que viene del fuego.

Vuelvo al poema que he recibido que, por el contrario a lo ocurrido con la novela, consigue un instantáneo acercamiento:

Padre Nuestro que estás en los cielos, quédate ahí…

Es lo que reza el primer verso que, con encanto seductor ejerce el influjo de envolverme y atraparme. ¡Su tono irreverente capta mi atención! ¿Qué es eso de condenar al Padre a quedarse en su morada? ¡Me interesa! Porque…, esa irreverencia también anida en mí… 

Me conecta al autor y aunque el primer acercamiento ha sido fortuito y se produce, al insinuar el primer verso del poema, un tema que concierne a ambos, escritor y lector, con coincidencia en el azar, despierta un vínculo. Pero la primera aseveración va más lejos, porque viene grabada con una fuerza que me “obliga” a leer el poema completo para conocer el contenido de los versos que le siguen.

¡Mordí el anzuelo! Solo su lectura satisfará mi curiosidad por saber si las razones expuestas para su determinación, que como he dicho, comparto, me ratificarán el contenido de sus afirmaciones o deberé disentir de ellas, iniciando un debate con el autor y conmigo mismo. 

Cita luego el poema las maravillas que en la Tierra brotan a raudales y la poesía me invita a reflexionar y recorrer; desde mi melancolía; los lugares que han armonizado en mi corazón y de la armonía dispuesta por la Creación, con sus maravillas al alcance de todos.

El poeta comparte su éxtasis por las maravillas que reflejan la belleza del mundo y cada lector hará lo mismo repasando sus propias maravillas. Las fuentes del poeta inspiran en el lector remembranzas de amores perdidos o nostálgicas despedidas en la estación de trenes o en el embarcadero de un puerto evadido, o qué, imaginario, persiste en la memoria.

Cuando ha conseguido el poeta, conciliar en nuestro corazón la armonía de la naturaleza con la de nuestra melancolía, arremete para recordarnos las espantosas desgracias del mundo. Oscilando entre la paz de los versos anteriores y el despiadado golpe de lo trágico, remece nuestra indolencia ante la guerra y los torturadores; nuestra pasividad frente al abuso y el hambre; y nuestra indiferencia ante la esclavitud en sus formas antigua y moderna.

Después de proponerme, a través del cebo de una afirmación, temeraria e irreverente, la lectura de su poema, Prévert me ha remecido, llevándome en un vertiginoso recorrido desde la armonía del universo hasta mis más hondas miserias.

Es hora de cerrar el libro y dejar el poema. Doy por acabado mi diálogo con el autor y me quedo solo, cavilando ante el legado. Me desvinculo del autor respecto de la materia tratada; ya no me interesa indagar en su propuesta; lo que me aflige ahora, es dar respuesta en mi pensamiento a la inquietud que en mi cerebro ha germinado con la delicada semilla que su poema ha depositado.

La postura del poeta en relación a esta materia habrá cambiado con el paso del tiempo y a mí me ocurrirá lo mismo; lo que persistirá imperecedero sin embargo; será la invitación de su poema a distraerme, para pensar cada vez que lo lea, en el problema presentado.

El Padre Nuestro al que Prévert condena a permanecer en los cielos, posee la tolerancia para no dejarse apabullar por un bromista empedernido, cuya razón le pertenece solo a él; y entenderá el Padre del propósito del autor por llamar la atención del lector y aceptará su irreverencia. 

Pero a mí, me acosan preguntas…

¿Cuál es el rol que debemos asignar al Padre Nuestro en la vida cotidiana?  
Detesto atribuir al Padre Nuestro funciones de castigador o complacencia ante un desastre de la naturaleza. Para mí, aquellos son accidentes en los cuales Él no debería inmiscuirse, que a veces, el hombre puede prever y combatir, y otras veces, solo sirven para constatar nuestra vulnerabilidad contra las poderosas fuerzas de la naturaleza. Es abominable suponer a esas desgracias origen en resoluciones divinas.  

Algo que me resulta insoportable y para lo que mi limitado raciocinio no posee explicación, es la muerte de un niño, y solo me cabe aceptarla como la consecuencia de la fragilidad de nuestra especie. Sería abominable creer que provienen de un designio divino.  

Coincido con el poeta en cuanto a que el Padre Nuestro debe permanecer en los cielos, observando, y el hombre, a través de su conducta y desde su vulnerabilidad, debe resolver por sus méritos los males que lo afligen, sin delegar esa función, que a través del Evangelio, le ha sido encomendada.