En la teoría clásica de los clivajes, Lipset y Rokkan explicaron que las fisuras tensiones sociales profundas y de largo plazo, que cristalizan identidades políticas duraderas. A partir de los años setenta y ochenta, la literatura añadió otras
dimensiones —apoyo al régimen, política exterior, materialismo/postmaterialismo–, aunque éstas se encuentran mucho menos vinculadas a la estructura social y dependen más de coyunturas específicas o de elementos culturales.
Basados en este marco, algunos sostienen que el plebiscito constitucional de 2022 podría representar un momento fundacional capaz de generar un nuevo eje de competencia. Sin embargo, la evidencia política y el comportamiento posterior del sistema de partidos muestran lo contrario: el resultado Apruebo/Rechazo no generó una fisura estructural ni constituyó una coyuntura crítica, y su efecto sobre la política chilena ha sido esencialmente contingente y reversible.
Una coyuntura crítica es un evento excepcional que altera de forma profunda las reglas del juego, los incentivos de los actores y la distribución actoral y de poder, generando trayectorias nuevas que se vuelven difíciles de revertir. El plebiscito de 2022 no cumplió ninguna de estas condiciones: no produjo un realineamiento partidario, no generó coaliciones duraderas basadas en las posiciones Apruebo y Rechazo, no creó identidades colectivas persistentes, ni transformó institucionalmente el sistema político.
De hecho, el proceso constitucional se cerró sin una nueva Constitución y sin que surgieran partidos o bloques con vocación de representar de forma permanente esas posiciones que obtuvieran un apoyo electoral relevante. El país volvió a su mapa político previo, ya fragmentado y con una volatilidad que permanece alta, lo que confirma que no hubo secuelas propias de una coyuntura crítica.
Un indicador empírico claro es que importantes dirigentes del Rechazo de 2022 hoy no apoyan a José Antonio Kast, quien aparece como el principal beneficiario electoral del ciclo postconstitucional. Si el Rechazo hubiese devenido en una identidad política estable o en un eje organizador, habría un alineamiento coherente entre ese polo y el liderazgo de Kast. Lo contrario demuestra que el voto de 2022 fue instrumental, contingente y motivado por percepciones y temores específicos, no por una estructura de preferencias perdurable.
De hecho, ya en el plebiscito constitucional posterior de 2023 se produjo una división parcial dentro del anterior bloque político del Rechazo: algunos estuvieron por el A Favor y otros por el En Contra.
La lectura que busca asimilar el Rechazo a una nueva expresión de la fisura "democracia versus autoritarismo" tampoco se sostiene. Esa dimensión fue crucial en Chile tras la dictadura, porque expresaba conflictos éticos, ideológicos, sociales y políticos decisivos que se extendieron por 17 años. Además, se superpuso al eje histórico izquierda-derecha generado entre 1932-1957 y 1973, lo que aumentó su capacidad de ordenamiento político y electoral.
Es cierto que las generaciones recientes no organizan su identidad política a partir de ese conflicto, aunque cualquier intento de reimplantar políticas públicas asociadas a regímenes autoritarios seguramente revitalizaría esa fisura como eje significativo de competencia.
En paralelo, el grueso de la dirigencia de izquierda chilena ha girado hacia agendas postmaterialistas —ambientalismo, diversidad, decrecimiento—, atrayendo a sectores medios y medios-altos con mayor capital educativo formal. La derecha, en tanto, ha reforzado discursos materialistas centrados en orden, seguridad, crecimiento y control migratorio. Esto ha alterado la sociología electoral de ambos bloques, pero no ha eliminado el eje izquierda-derecha, que sigue ordenando buena parte de la política chilena, aunque de manera más flexible y menos ideologizada.
El plebiscito de 2022 tensionó temporalmente ese eje, generando coaliciones coyunturales, pero no creó un alineamiento alternativo estable.
La dimensión establishment versus anti-establishment, de carácter más "altimétrico"—los de arriba versus los de abajo—, continúa expandiéndose en Chile, como en el resto de Occidente. Su base social clasista es heterogénea y sus contornos ideológicos son difusos. Puede tomar forma en la derecha populista, en la izquierda radical o en expresiones antipartido más amplias. De hecho, pareciera más pertinente ubicar aquí a Parisi y al PDG que en un presunto eje en torno a la división del plebiscito de 2022.
Este eje podría, con el tiempo, adquirir características más consolidadas, especialmente si la desigualdad vuelve a politizarse. Pero el plebiscito de 2022 no fue el punto de origen ni de consolidación de esta línea de conflicto. Solo actuó como un episodio más dentro de un proceso previo de desgaste institucional y crisis de representación prolongada.
La política chilena actual refuerza la tesis de que ese plebiscito no generó un clivaje duradero. El eventual triunfo de José Antonio Kast no estaría sustentado en una identidad "rechacista" ni en una polaridad constitucional. Los factores que pueden impulsar su desempeño electoral son principalmente: la centralidad de los temas de "ley y orden", orden público y ralentización económica; el malestar con la inmigración y la percepción de descontrol fronterizo; un voto retrospectivo de castigo al gobierno en funciones, más que una adhesión a posturas doctrinarias alternativas, sin perjuicio del rechazo que también produce en sectores importantes la militancia partidaria de la candidata oficialista; y el desgaste acumulado de las élites políticas, que alimenta el clivaje anti-establishment, pero no lo consolida como estructura estable.
La mayoría de estos elementos son propios de una política issue-driven (centrada en asuntos específicos) y altamente volátil, muy distinta a la lógica de los clivajes clásicos, que se basan en identidades colectivas de largo plazo.
El plebiscito de 2022 fue un evento políticamente significativo, pero no una coyuntura crítica ni el origen de una nueva fisura generativa. No reorganizó de manera estable la competencia, no consolidó identidades perdurables, no creó bloques sostenidos ni partidos nuevos con apoyo electoral importante y no transformó las instituciones. Fue un episodio intenso pero efímero, un reflejo de la crisis de representación y del malestar generalizado, no un nuevo pacto
fundacional.
La política chilena continúa ordenándose, aunque de forma fragmentada y volátil, en torno a los ejes históricos de izquierda-derecha y al emergente, pero aún inestable, conflicto establishment/anti-establishment. Y es en esa matriz, y no en el legado del Rechazo, donde deben entenderse las dinámicas electorales actuales y las posibilidades de liderazgo futuro.
