Parte I
Estaba a punto de salir a trotar, cuando el particular timbre me indica la llegada de un chat a mi teléfono. Una curiosidad intensa me fuerza a leerlo antes de continuar mi rutina. Proviene de un viejo compañero del colegio y en él anuncia al grupo la muerte de Alejandro Rojas, La Pasionaria.
Con Carlos, el compañero que escribe, nunca integramos el mismo curso, y nuestro acercamiento nació de la condición de internos en la que vivíamos y por ese misterioso sentimiento de atracción que despierta en nosotros más simpatías por unos que por otros. Cuando nos encontrábamos, cincuenta años atrás, en algún recinto de aquel vasto mundo que representaba el colegio, me saludaba risueño, llamándome chino, que no era mi apodo, y con igual afecto yo le respondía llamándole indio, que era el apodo con que el resto le conocía.
En el internado, nunca conocí sobre sus ideas políticas, aun habiendo sido esa una época de alta participación en que cada uno tomaba bandera por alguna de las tantas causas que existían y que más tarde inexorablemente confluirían hacia dos fuerzas irreconciliables.
Al no ser del mismo curso tuvimos poco contacto en el colegio y cuando después de graduarnos coincidimos en la Escuela de Ingeniería, tampoco llegamos a ser amigos, pero nuestro trato siguió siendo afectuoso.
Coincidió nuestro paso por la escuela con agitados días de participación estudiantil que escalaron en forma progresiva. Una tarde, cuando aún todo parecía un inocente juego de estudiantes, al salir de la escuela, me encontré con una asamblea convocada por un bloque de izquierda y sorprendido, advertí entre los participantes la presencia de Carlos, luciendo una camisa caqui y portando una bandera roja que lo identificaba como militante de la juventud comunista. La mayor sorpresa, sin embargo, fue su aguerrida actitud, desde la que me pareció manaba un fervor desconocido, pleno de pasión, y que lo hacía parecer dispuesto a luchar hasta el fin por lo justo de la causa que creía representar. Trasuntaba la estirpe de todo un samurái y sentí por él, admiración y respeto.
Aunque anhelaba sentir la pasión desbordante que percibí en él y soñaba con nutrirme de la ilusión que vi surgir en almas indolentes o contagiarme con la fe que se apiadaba hasta penetrar en ojos hasta ayer yertos de apatía. ¡No tenía al frente una causa que me motivara a luchar! Expectante, yo miraba desconfiado el acontecer ¡Cómo hubiera deseado adherir con el fervor de quienes me rodeaban a una de sus causas! Pero…Yo sospechaba del hombre y dudaba de lo que ofrecían, pero rehusaba perder la ilusión, y mis dudas me arrastraban por el camino del medio, incapaz de definirme por el apoyo o el repudio a la revolución en libertad.
Caminaba absorto largos trechos y a la salida de mi casa, me detenía en el kiosko para leer los titulares de los diarios y compraba libros de la editorial Kimantú, en los que se hablaba de Rebeldes y Vagabundos, de Sangre y Esperanza, de Hambre y Pan, de Sole y Terra, de Conventillo y Taberna, y la fuerza conmovedora que me transmitían me llenaba de imprecisos y oscuros presagios: ¿Quién no soñaba con cambiar la suerte y el desamparo de tanto desvalido?
Volví a cruzarme con el indio en otras ocasiones, y me llamó la atención que nunca más se quitó la camisa caqui, pero yo también debo haberle dado una sorpresa porque aparecí vistiendo una camisa azul, que denotaba mi posición política de centro. Aunque la opción de mi temperamento hubiera preferido la emoción de los extremos, ninguno había logrado interesarme. Chocaba conmigo la virulencia del extremo, cualquiera que fuera su signo, y detestaba los insultantes titulares de la prensa de ambos bandos.
Un cliente de origen español, que habitaba un departamento en el edificio en que mi padre tenía un negocio al que yo acudía a ayudarle, me contó una vez acerca de las crueldades de la Guerra Civil, de la que había huido, y me aseguró que aquí ocurriría lo mismo. Intentando saber lo que había querido decir y temeroso de reconocer mi ignorancia, leí sobre la guerra y conocí así a Franco -el dictador que gobernaba España desde más de treinta años- pero no pude interpretar el mensaje del hombre.
Mientras en la calle el aire se enrarecía por las bombas lacrimógenas lanzadas para sofocar disturbios, o por la instauración del clima de sospecha y desconfianza -germen de violencia- que crecía gradualmente, en la escuela, las reuniones académicas derivaban hacia mítines políticos. En una oportunidad, el día previo a una de esas convocaciones, me refugié en la biblioteca, cuando alguien me informó: El dirigente que escribe concentrado en la otra mesa, es la Pasionaria Rojas, presidente de la FECH, y quien le acompaña es Manuel Riesco. Inmediatamente me sedujo la seguridad de ambos y el estigma de vencedores que hacía prever que nunca serían derrotados. Preparaban encendidos y emotivos discursos y aquel día, cuando se retiraron, dejaron sobre el pupitre algunas hojas sueltas en que pude leer algunas consignas que Rojas había dictado, y que Riesco había escrito con letra nerviosa.
Su militancia comunista le valió a Rojas -el mismo que ahora el indio nos anuncia que ha muerto en Canadá- el apodo de la Pasionaria, y más tarde por una conversación con el español en el negocio de mi padre, supe que lo llamaban así en recuerdo a la activista vasca y comunista, Dolores Ibarruri, brava mujer que durante la Guerra Civil acuñó el ¡No pasarán! expresión republicana con la que estos soñaban impedir el asalto a Madrid por parte de las tropas nacionalistas.
-Hay tanta similitud- repetía el español con angustiosa mirada. ¡Pasará lo mismo que allá!- y continuaba nostálgico- El período de la República, la niña bonita española, es tan parecido a este de la Unidad Popular. El desorden y la ausencia de liderazgo del gobierno, instalaron la trifulca. ¡Ojalá que esto no termine igual! Bajo el poder de un dictador, porque en ese caso abandonaré el país. ¡Detesto las dictaduras! De cualquier tipo y origen. No me gusta la democracia, pero a la larga es la mejor alternativa. El mundo político debe llegar a un acuerdo, los hombres deben ceder en beneficio de mantener el régimen democrático, del cual ustedes tienen tanta tradición.
Mientras en la calle y en la escuela reinaba el desconcierto, en el local la vida transcurría de manera placentera y mi padre recuperó su felicidad, por un tiempo breve. No debía ir en busca de clientes, estos llegaban solos y dispuestos a comprar lo que hubiera, porque los bienes de consumo y en especial los alimentos, escaseaban, y porque a través de emisiones inorgánicas el gobierno había llenado de plata los bolsillos de la gente.
Un día aciago para el país, abruptamente, el chino y el indio dejamos de vernos, y solo el actual sistema instantáneo de comunicación -imposible de imaginar en aquellos años– nos permite recuperar el contacto y tal vez hasta reiniciar discusiones interrumpidas por el incierto y extraño rumbo de la vida.
A cada tranco, mi cuerpo reclama. A cada paso, mis huesos crujen. El sol se haya posado sobre el cerro y desde ahí lanza rayos que juegan con luz y sombra sobre los árboles y prados del parque. Sobre el río el agua borbotea entre las piedras del lecho arrojando relampagueantes destellos sobre remansos y pozas que nacen en el recodo del cauce, y sus reflejos me obligan a quitar la vista. ¡Tibio sol de abril! ¡Que ganas de capturarte para sortear el invierno! Luminoso, el sol alumbra y me entibia el alma, pero el cuerpo solo puedo entibiarlo con el trote, pues el sol ya no calienta.
Aquella mañana -difícilmente olvidada por quienes la vivimos- desperté inquieto, era martes y me preparé para acudir a mi clase de algebra. Al vestirme, recordé un episodio del domingo recién pasado. Leía el Mercurio, cuando súbitamente, se presentó el español. Contrariado, dijo - ¡Déjate de leer porquerías! muchacho– que agregó suavizando el tono. Compungido, no pudo mantener un diálogo diáfano. Compró pan y una botella de leche y continuó incoherente. Al despedirse, su semblante lucía extrañamente serio, cuando al salir, se dio vuelta para rematar– Muchacho, aquí va otra de la Pasionaria: “Media España debe liquidar a la otra media”, Ojalá no pase eso aquí, y ahora mientras me vestía para ir a la escuela, al recordar el episodio me invadió una angustia sofocante.
“Continuará en la siguiente edición”