Al iniciarse el año 2025, tiempo de cierre del primer cuarto del siglo XXI, centenario de los locos años 20 en Europa y Nueva York y Chicago por Estados Unidos, debemos recordar también el centenario de una crítica época de la historia de Chile.
El 5 de septiembre de 1924 comenzó un alzamiento militar que culminó el 11 de septiembre con la instalación de una Junta Militar de Gobierno (Altamirano, Neff y Bennett) y el derrocamiento del presidente Arturo Alessandri, quien debió salir al exilio.
Pero en enero de 1925 los militares de rango inferior a General, encabezados por el coronel Carlos Ibáñez del Campo, se alzaron contra esta Junta para exigir el retorno del Presidente de la República instalando en el interregno una Junta Civil presidida por Emilio Bello.
Una vez de regreso, Alessandri se da cuenta que la crisis política es de alto rango porque todo el manejo del Estado está en manos de la oligarquía, no dando suficientes espacios a las clases medias. De hecho, su familia descendía de italianos radicados accidentalmente en Chile y que sólo se fueron enriqueciendo mediante el acceso a profesiones liberales y al
comercio.
Sólo a fines del siglo XIX su familia logra ser aceptado a medias por los grupos de la elite política. Fue tanto así, que cuando los liberales proclaman su candidatura presidencial para enfrentar a los conservadores, el debate en la convención partidista escandaliza a los “liberales de siempre” que querían que el candidato fuera un hombre de las tradiciones oligárquicas: don Enrique Mac Iver. Pero, al decir del líder del radicalismo de la época, don Enrique Oyarzún, masas de jóvenes izquierdistas, de clases medias, inspirados en los bolcheviques, irrumpieron en el acto partidario y presionaron vociferantes hasta conseguir la proclamación de Alessandri.
El Presidente que regresaba sabía que había que abrir espacios democráticos y por ello impulsó el cambio de la Constitución Política del Estado, lo que finalmente conseguirá pese a las oposiciones de la derecha conservadora y de la izquierda más radical, representada por el naciente Partido Comunista.
No podemos soslayar que ese texto constitucional fue aprobado en un plebiscito en el que votó menos del 50% del electorado, mediante un sistema de votación que impedía el secreto. Es decir, una votación plagada de fraudes,
terminó por aprobar un texto que se esperaba ayudaría a salir de la crisis política.
La historia política del siglo XX hasta 1964, retratada de modo clarísimo por Federico Gil en su libro al respecto, deja en claro que ese texto, bueno en muchos sentidos, dejaba a la democracia en situaciones de cierta debilidad. Algunos gobiernos, gracias al impulso de políticos fuertemente democráticos, lograron cambios institucionales paulatinamente para mejorar el funcionamiento de las instituciones, especialmente en aspectos electorales.
Cuando Eduardo Frei Montalva, desde la presidencia impulsó un proyecto de profundas reformas constitucionales, lo que perseguía era la profundización de la democracia aumentando mecanismos de participación popular, control de las autoridades, separación de los poderes fácticos del ámbito institucional político. Izquierda y derecha concertadas
cerraron las puertas a los cambios buscados reduciendo el ámbito de esas reformas y obligando a que rigieran después de que terminase el gobierno de Frei. Él lo aceptó, pensando que de ese modo podría superarse una crisis de representación y participación que ahogaba al país.
Pero la derecha ya tenía diseñado su camino: extremar las tensiones para aislar a la Democracia Cristiana, polarizando las posiciones. “Tomic tercero” fue la fiel expresión de eso, pero en un resultado electoral que marcó un país divido casi en tres tercios, con una mínima ventaja para la izquierda que ganó por pocos votos la elección presidencial.
Producido el resultado se puso en marcha el plan diseñado por los sectores oligárquicos, con el respaldo del gobierno de Estados Unidos, para producir el derrocamiento del nuevo presidente y la instalación de una dictadura que rediseñaba las condiciones políticas para evitar riesgos a los poderosos.
El gran proyecto era generar un modelo institucional que asegurara un sistema económico y social diseñado por los inspiradores del golpe de estado y mantuviera la democracia en estado de vigilancia oligárquica con respaldo militar. Y así ha sido.
Durante estos años ha habido cambios, siempre con el estilo que se impone desde la mirada conservadora: sólo parches que no modifiquen sustancialmente nada. Pero, las cosas se han escapado del control de los sostenedores de la institucionalidad, han aflorado independientes, los partidos se desarman y se arman con diputados y senadores que
renuncian y se van a formar cosas nuevas o a integrar bancadas hasta entonces rivales.
A los grupos que les acomoda el régimen les parece bien que haya solo dos grandes bloques y le temen a la expresión del pueblo en partidos pequeños. Y eso es porque llegar a acuerdos con muchos es más difícil y puede que haya que hacer cambios más profundos.
Inquietos por eso, en este centenario de la constitución de 1925 se elabora una apariencia de “reforma al sistema político”, que no es sino un acomodo del sistema electoral a los deseos de ciertos partidos de controlar hegemónicamente las expresiones que se salen de sus marcos. Le temen a la “fragmentación”.
Yo estoy de acuerdo que cuando esa fragmentación es fruto de la renuncia de los parlamentarios a los partidos por los que fueron elegidos, ellos deban cesar en sus cargos. O cuando los independientes dejan de serlo, lo mismo. Pero esa sustitución debe ser democrática: es decir, el poder vuelve al pueblo y no al Partido al cual el sujeto renunció.
Inventan además una curiosa fórmula para eliminar a los partidos pequeños: que aunque elijan diputados o senadores, si no alcanzan un cinco por ciento a nivel nacional, esos elegidos no lo serán efectivamente y sus votos pasarán a los partidos más grandes.
Es la manera más detestable de defraudar al pueblo. Si un diputado es elegido en un distrito con gran mayoría, pero su partido no obtiene el 5% nacional, ese diputado jamás asumirá.
Imaginemos que hay 10 partidos que obtienen sólo un 4% de los votos, eso significa que los parlamentarios elegidos por ese 40% del electorado jamás asumirán sus cargos y sus votos, artificialmente, aumentarán la votación de otros partidos y serán elegidos otros candidatos que no sacaron votos suficientes. La ley debe resistir el absurdo.
Sin ser yo un regionalista entusiasta como los hay en el país, debo decir que el discurso de regionalización que se ha
puesto de moda y generalizado en los últimos años, lo sobrepasan y anulan, pues de este modo el criterio de votación nacional anulará la expresión de las regiones, especialmente las que tienen menos habitantes.
Es una maniobra más de los que quieren conservar el poder a cualquier precio y no discutir ningún cambio en pro de la democracia, para seguir controlando todo y dejar fuera al pueblo (al que ellos llaman “la gente”) de la conducción democrática del país.
Es necesario hacer profundas reformas al sistema político, incluyendo lo electoral. Pero eso no se hace con reformitas tipo parche para el acomodo de los incumbentes.
La mayoría de los medios de comunicación, en lugar de abrir espacios de debate y proposición de ideas, se limitan a repetir las consignas de ciertos dirigentes, avaladas por teóricos de determinadas universidades abanderadas con ellos.
Todo lo malo pasa por la fragmentación, nos dicen, olvidando todo lo que está mal en este diseño de democracia
controlada por dirigencias para su propio beneficio.
La democracia exige participación del pueblo (si quieren digan “de la gente, de los ciudadanos, de los chilenos, de los habitantes” o la fórmula que les acomode a su lenguaje con vaselina) y eso se hace activamente y no simplemente reduciendo el número de partidos políticos.
Hoy se insiste en diseños marcados por lo autoritario para dejar fuera de juego a los que disienten de los esquemas dominantes. Llevamos más de 50 años en esa estrategia. Ya han destrozado a los partidos que no son de izquierda ni de derecha.
Ahora viene la sepultación para que los que presentaron esta reforma se queden eternamente sentados en el trono
mediante el rechazo de las opciones que el pueblo puede hacer.
Abramos el debate.