Diferentes personalidades han acuñado el término segunda transición, en el sentido de que el país logre definitivamente el desarrollo, habiendo sido la primera transición el retorno a la democracia que reemplazó al gobierno militar.
El esmero se ha focalizado ahora en la consecución de esta segunda transición, no obstante, tememos, una serie de amenazas internas y externas pueden hacerla fracasar, si éstas no se enfrentan adecuadamente. En esta columna nos referiremos a cuatro de ellas.
“Chile un caso de desarrollo frustrado”, sabemos es el título del libro de Aníbal Pinto Santa Cruz, que la investigadora Graciela Galarce comentándolo, nos recuerda que entre 1830 y 1860 Chile “logró un desarrollo sin precedentes, basado en el crecimiento de las exportaciones, colocando al país a la cabeza del continente latinoamericano y en un nivel que en términos relativos nada tenía que envidiar al de muchas naciones de Europa”. En el mencionado libro, prosigue la investigadora, Aníbal Pinto plantea una severa crítica: la falta de una propuesta de diversificación exportadora e implementación industrial, razón que lo llevó a caracterizar a ese período como un caso de desarrollo frustrado.
Aníbal Pinto no cuestiona el modelo exportador en sí, sino que, en nuestro caso, a diferencia de los países industrializados que exportaban productos elaborados, Chile lo hiciese a base de un limitado número de materias primas, principalmente mineras, sin valor agregado, en bruto, desperdiciando parte medular de lo que habría podido percibir. En una frase resumen Pinto lo que éramos y seguimos siéndolo: “civilizados en el consumo y primitivos en la producción”.
Es evidente que en el curso de las décadas se han hecho intentos por revertir esta situación, particularmente desde la creación de la Corfo en 1939, justamente destinada a estimular la industria nacional y, ciertamente, se ha avanzado. Sin embargo, es un hecho palpable que nuestros recursos naturales han continuado exportándose prácticamente sin que se les agregue todo el valor que ameritarían, caso del cobre o, simplemente, como salmuera, actual caso del litio. En otras palabras, mientras Chile no aproveche en su propio beneficio el privilegio de poseer recursos naturales estratégicos, industrializándolos dentro de sus fronteras y diversificando las exportaciones con productos elaborados, todo ello en alianzas público-privadas, la mencionada transición hacia el desarrollo seguirá bajo amenaza.
Una segunda amenaza lo constituye la carencia de un gran liderazgo, a la altura, por ejemplo, de lo que en su época lo fue Arturo Alessandri Palma, con sus luces y sombras.
En efecto, asumir el desafío de rescatar las riquezas naturales como el cobre y ahora el litio para destinar sus utilidades en beneficio del país, especialmente para financiar las necesidades sociales más urgentes, como salud, educación, infancia y vejez, implica enfrentarse a una enmarañada red de poderes fácticos, sin duda más compleja que esa “canalla dorada”, como la tildó aquel presidente, que bloqueaba las iniciativas de justicia social que intentaba implementar.
En los años veinte sus opositores eran visibles, conformados básicamente por sectores de la aristocracia tradicional, recalcitrantes a todo tipo de cambio. Actualmente, un líder de la envergadura de Alessandri Palma tendría que enfrentar, amén de aquella elite, a un abanico político transversal, de izquierda, centro y derecha que, directa o indirectamente se ha coludido con las empresas que malamente usufructan de nuestras riquezas naturales, en complicidad con parte importante de los medios y la indiferencia de la población, de aquella “chusma inconsciente”, la cual no obstante ser calificada en esos términos por Alessandri, le rendía admiración y pleitesía.
Dicha inconsciencia e indiferencia, sin embargo, ha contaminado hoy en día a los más variados estratos de la sociedad, que no perciben, indolentemente, que si el litio y otros minerales se procesaran en Chile, participando el país en todo o en parte en la cadena de la electro movilidad, los cerca de US$800 millones de dólares al año, -actualmente en casi exclusivo beneficio de privados y consorcios extranjeros-, se podrían multiplicar por dos, tres, o cinco veces, percibiéndose 2.000; 3000 ó 4000 millones de dólares al año.
Administrado el recurso por el país, se podría financiar gran parte de las mencionadas necesidades sociales, sin tener que recurrir a pirotecnias tributarias o presupuestarias como lo ha sido últimamente, garantizándose así, efectivamente, la anhelada segunda transición. En resumen, mientras no surja un gran estadista del fuste de Alessandri Palma, con la convicción y el coraje del denominado León de Tarapacá, capaz de liderar e irradiar en la población un sentimiento de causa nacional, continuará la transición al desarrollo bajo seria amenaza.
Cierta vaguedad e indefinición del concepto “segunda transición al desarrollo” implica a nuestro juicio, una tercera amenaza. Según algunos esta segunda transición se refiere al crecimiento económico, otros hablan de crecimiento con equidad. Internacionalmente las Naciones Unidas anunció durante el año 2015 un concepto de desarrollo más amplio, con 17 objetivos a ser alcanzados por el mundo al año 2030. Denominó esta iniciativa Desarrollo Sustentable, esto es, en provecho de las generaciones actuales, pero también de las futuras, bajo celosa preservación de la naturaleza y el medio ambiente.
Últimamente ha surgido un concepto aún más amplio, el de Desarrollo Integral, Inclusivo y Sustentable (DIIS), mencionado por autoridades y académicos en diferentes medios, y al cual debería propender la antes referida segunda transición. Se suman así a la sustentabilidad del concepto ONU, dos nuevos aspectos.
La idea de Integralidad, esto es, considerar a la persona no sólo en sus aspectos económico-materiales, sino que inmateriales: culturales, emocionales y espirituales. Y la idea de Inclusividad, esto es, que el desarrollo sea en provecho de todas las personas, enfrentando las agudas e injustas desigualdades, y en beneficio de todas las regiones del país y no sólo de la capital. Construir una estrategia para diseñar y alcanzar el DIIS es, sin embargo, una tarea pendiente, ya que, junto a las acciones dirigidas al logro de los mencionados 17 objetivos de sustentabilidad de la ONU, se requerirá determinar la plataforma sobre la cual construirlo a fin de que sea integral e inclusivo.
En otras palabras, habrá de analizarse una serie de componentes de aquella plataforma, como el concepto de persona, familia y comunidad; el modelo adecuado de sociedad en lo político, social, económico, jurídico e institucional; temas como las diversidades culturales y la globalización, etc., tareas aún pendientes y, aunque se han hecho esfuerzos al respecto, lamentablemente, por la influencia del economicismo, la mayoría de las iniciativas llevan un marcado sello materialista, olvidando las nociones de integralidad e inclusividad. En fin, mientras no se precise que tipo de desarrollo es al que se aspira e identifiquen las estrategias e instrumentos a ser utilizados, nuestra segunda transición continuará bajo amenaza.
Una especie de “Cultura de lo Negativo” que ha impregnado a nuestra sociedad, constituiría una cuarta amenaza. En efecto, algunas naciones —entre ellas Chile— han venido sufriendo un progresivo y preocupante deterioro de la “convivencia social” o “amistad cívica”. Se habla de una “crisis cultural” que se manifiesta especialmente en la agresividad y negatividad del ciudadano medio, que dificulta la labor de las autoridades, obstruyendo el expedito desarrollo de sus comunidades.
La referida convivencia social es un elemento esencial de un sistema democrático, en la medida que posibilita la coexistencia pacífica de opiniones, expresiones, cultos e ideologías. Por consiguiente, su debilitamiento o quiebre lejos de ser una mera cuestión de buen o mal trato es una situación que puede afectar directamente las bases de aquel sistema. Esta “Crisis Cultural” posee gran visibilidad en la política, entorpeciendo, lo sabemos, el entendimiento no sólo entre referentes antagónicos, sino también el interior de los propios conglomerados partidistas. El fenómeno, sin embargo, va mucho más allá de lo político, abarcando conductas de la ciudadanía en general, en su diario vivir. Independientemente de que siempre puedan haber existido rasgos negativos dentro de la convivencia social (podría pensarse en el denominado “chaqueteo”), es indudable que se han ido acentuando conductas individuales y colectivas que dañan el sano vivir.
A vía de ejemplos, podríamos mencionar la pérdida del respeto al interior de las familias, el trato despectivo hacia los profesores, el alarmante aumento de la criminalidad, la violencia y destrozos en las manifestaciones sociales, la irascibilidad extrema en la conducción vehicular, el lanzamiento de peñascos desde pasarelas a automovilistas inocentes o al paso de trenes.
También conductas que, aunque parezcan menores, importan una forma de agresión o desprecio en contra de terceros: el permanente intento de “saltarse la fila” y “pasar a llevar a los demás”, “actuar a lo pillo” y considerar ingenuos a quienes no lo hacen; la mofa y burla destructiva hacia terceros; el bullying o matonaje escolar; el descrédito al éxito de los otros; “hacerse el leso” y no dar el asiento a inválidos, ancianos o embarazadas en el Metro y transportes colectivos; la descalificación despectiva y a veces soez de opiniones ajenas; el elitismo, clasismo, arrogancia, pedantería y aires de superioridad con que se menosprecia a los sectores populares, o —simplemente— no responder llamadas ni contestar emails, en una actitud despreciativa o indolente que muchas veces causa humillación.
Este tipo de conductas colectivas, que provocan un ambiente generalizado de “agresividad, descalificaciones y desconfianza”, pueden llegar a conformar el bagaje cultural de una nación. Basta leer los blogs para constatar el ánimo destructivo que hay en los comentarios que se formulan, no exentos a veces de lamentable obscenidad. Mientras la crítica positiva y constructiva es fundamental como conducta cultural de un pueblo, para su progreso y bienestar, la crítica negativa, destructiva y muchas veces de mala fe, augura un mal futuro. Es entonces entendible que cualquier iniciativa, obra, realización o éxito de un gobierno, no importando su signo, sea objeto de descalificación, descrédito y rechazo. No es propósito de este artículo profundizar en las causas de esta crisis cultural, pero sin duda alguna que mientras no se le enfrente, cualquier iniciativa relativa a la anhelada segunda transición estará amenazada y con serio riesgo de fracaso.
En síntesis, no es fácil el camino al desarrollo, por ello, sin que se asuma con un claro y fuerte liderazgo, como causa nacional, capaz de conciliar y sumar visiones diferentes de la sociedad, no será posible superar estas y otras amenazas, -internas y externas-, que acechan y ponen en peligro el éxito de una segunda transición.