Oh I'm just counting

El loco. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista

¡Me confunden! – Gritó desesperado el andrajoso, cogiéndose la cabeza con ambas manos como si le fuera a explotar. Yo era un hombre que creía en el ser humano y escuchaba los discursos políticos porque contenían señales que me enseñaban a vivir mejor – Esbozó su queja, cuidando con esmero su tristeza, que vigilaba con ternura.
Al oírlo, un mocetón se paralizó aterrado de su imagen y su indumentaria, y su madre lo tironeó con fuerza para hacerlo caminar a su lado. – ¡No lo mires! ¡Déjalo hablar! Es el pobre loco que se está quejando otra vez.
¡Hasta que las señales me confundieron tanto! – Siguió alegando el hombre confiriendo urgencia a su prédica, nacida en la necesidad de compartir su molestia con una audiencia inexistente. Presurosos, los transeúntes se burlaban de él y le arrojaban a su paso una moneda.

¡No lo mires, te dije! – Alcancé a escuchar a la mujer gruesa, campesina de aspecto, mientras dedicaba un coscacho al mozo, que boquiabierto, la miró furibundo. ¡No lo mires! No es más que un viejo escritor que se volvió loco, y se perdieron entre la muchedumbre que enjambraba la calle, y se movía entre gritos de comerciantes que ofrecían sus productos.
Ese día, el azar me había llevado a caminar por ahí, y jamás pensé que en tiempo de pandemia la encontraría tan atestada. Sorprendido de ver tal actividad humana congregada, me distraje observando los irreemplazables rasgos humanos en su denodada lucha por la subsistencia, practicando entre risas y arrebatos el ancestral arte del regateo.

Cuando oí a la mujer decir al mozo que el hombre al que tildó de loco había sido un viejo escritor, comprendí su actitud, y me pareció que de la misma forma en que había escrito alguna vez para un lector inexistente, el desarrapado disertaba ahora para una masa anónima, ficticia, sin conocer en ambos casos al receptor de su mensaje, si es que contaba con la suerte de que este alcanzara a alguien.
Luego de una inicial reticencia, lo escuché sorprendido, conmovido al imaginarlo confundido entre el Campo de Criptana y el barrio populoso en que alardeaba, batallando con la masa transformada por su enajenación en gigantes molinos de viento de los que brotaban aspas que no eran más que miles de rostros cargados de apatía. Temeroso de abordarlo, lo atendí por un rato, antes de dirigirle la palabra.

-A mí me confunde el cielo cargado de oscuras nubes viajando en inciertas direcciones ¿Lloverá? – Me dirigí al viento, o… ¿Se marcharán las nubes para vaciar su preciado contenido en un lugar venturoso? – Desconcertado ante mi irrupción, el hombre cayó en un pesado silencio que usó en ordenar sus ideas, como cuando un estratega, atacado por un flanco inadvertido, se repliega para defenderse con ahínco.
-Alguna vez – Respondió con evidente gesto de fastidio, quise ser, como periodista, corresponsal de guerra, lo que por alguna razón que no puedo recordar no fue posible, y para cumplir mi anhelo de registrar la historia de aquello que tenía en suerte vivir, terminé escribiendo en un diario.
Nuestro diálogo se desarrollaba importunado por desaliñados gritos y por el olor inconfundible que brotaba de la actividad humana. Sospeché que si lo interrumpía me respondería exasperado, por lo que aguardé su discurso, que llegó fecundado por un acento de melancolía.

-Intenté, y Dios sabe cuánto me esforcé… pareció evadirse el haraposo… en buscar cierta verdad en política contingente, y me produjo gran desazón entender que la verdad, como en otras disciplinas, en política tampoco existe, porque la acción de un hombre obedece a sus circunstancias.
-¿Eso justifica entonces? – Le pregunté, -¿Que políticos que rechazaron en una primera instancia retirar un diez por ciento de los fondos de pensión hoy apoyen la moción de repetir la acción? O…-¿Que un político que aspira a dirigir el país modifique, con nula credibilidad de la ciudadanía, la esencia de su discurso? O… ¿Que otro político que también pretende el cargo, con igual carencia de credibilidad, a partir de una revelación se haya convertido en social demócrata?
-¡Soy loco pero no tonto! – Reaccionó indignado, haciéndome temer por mi integridad, por lo que permanecí cohibido, ante la burla de unos haraganes que observaban divertidos.

-¡En tal caso! – Continuó, tales declaraciones no pasan de ser oportunistas posturas. En lo que comentas, no tengo dudas de que los personajes a que aludes tendrán mejor suerte si son coherentes, y eso no quiere decir que no puedan cambiar de actitud o conducta, esta puede variar según las circunstancias, cuando no se trata de un cambio acomodaticio de evidente beneficio partidista que altere el genuino espíritu inspirador.
-Los hombres cambiamos a diario, de aspecto, al añadir años a nuestra vida, y de pensamiento, al añadir con los años, conocimiento, pero no se puede alterar la esencia de lo que eres ¡Lo que te animó a ser! Porque en tal caso te convertirás en un impostor que merecerá repudio - Determinó ante mi respetuoso silencio, que curiosamente, afianzaba nuestra amistad.
Sus palabras me sumergieron en un conflicto íntimo, y mientras debatía sobre mi propia coherencia, una turba pasó corriendo descontrolada tras un carterista que había arrebatado el celular a una anciana, cuyos gritos de latoso sonsonete disgustaron al loco, que se dirigió a mí, irascible.
-¡Que callen a la vieja! No soporto sus plañidos.
-¡Le han robado! – La defendí.

-¡Todos robamos y a todos nos roban siempre! – Lanzó una feroz risotada que vibró como diapasón sobre el bullicio, que al atenuarse, le dio al loco la oportunidad para seguir con cristalina cordura.
-¡A lo nuestro! – Anunció tomando aliento. Los hombres pueden equivocarse, pero la amargura que motivó mi caída fue la ausencia de coraje frente al error, que impide tomar decisiones.
-Tal vez puedas ayudarme – Le dije - a dirimir un antiguo conflicto que en debates internos, me obsesionó muchas veces.
-Visité una vez un Museo en Nagasaki y un anciano japonés me abordó para narrarme su experiencia de la bomba y su horror a los ocho años, y advertí en sus manos, que cogían las mías, las huellas de la siniestra bola de fuego, que compitiendo en energía con el sol, dejó a su paso una lluvia de cenizas que cayó quemando todo a su paso, y…, lloramos juntos.


-Años después, en un viaje por el río Misisipi, descubrí en una localidad, un libro biográfico sobre Harry S. Truman, escrito por su hija Margaret, en el que desde otra perspectiva, ella justifica la decisión de su padre al ordenar el lanzamiento de la segunda bomba atómica sobre la ciudad para evitar un mayor número de víctimas, una vez conocida la declaración del secretario de gabinete Sakomizu, en cuanto a que el hecho proveyó el argumento al Japón para la rendición del país.
-Mientras más ostentoso es el cargo que representa una persona, mayor es su responsabilidad y más difícil su decisión.

¿Cuál es tu respuesta?
-¡No puedo ayudarte! – Reclamó angustiado, tomándose, en el mismo gesto que llamó mi atención al inicio, la cabeza con ambas manos, y a punto de explotar en llanto, musitó con voz tenue solo para mí.
-Ya no acojo el mensaje de los hombres, en mi estado, he hallado la libertad en el aislamiento, y la salvación, en cierta comprensión, ahora solo atiendo el susurro del viento, y éste nunca me ha decepcionado.