Oh I'm just counting

En medio de una selva oscura. Por Jorge Orellana Lavanderos, escritor y maratonista. Tercera parte

- Una mosca – fue el desconcertante comentario de Pedro que acababa de llegar a casa de Fernando, vive del orden de veinte días, y si ésta, como creo, es la misma que intenta salir desde hace una semana, significa que ha gastado en eso un tercio de su vida, lo que equivale a un cuarto de siglo en la vida de un hombre. ¡Eso me resulta insoportable! ¡La liberaré! Corrió y abrió la ventana; y la mosca; halló la libertad y se fue volando por el barrio triste en la mañana deslumbrante de esperanza.

- Qué distintos somos – acotó Fernando divertido. Si como dices, llevaba la mosca una semana en eso, yo ni siquiera lo había notado. Tal vez ahí está el origen de nuestro interés por acercarnos. Algo en ti me convoca, seductor y seguramente, algo en mí, te apasiona, provocador. Voy a contarte una historia que honra nuestras diferencias.

- Adelante, te escucho – aceptó Pedro, acomodándose.

- Debe haber sido unos seis meses atrás, esplendía la mañana y en mi paseo me dirigieron mis pasos a un edificio en que vive un amigo, a quien no veía desde hacía tiempo. Decidí entrar, y la mujer a cargo, con amabilidad, me exigió que me presentara.

-Yo lo conozco – dijo con picardía, despertando levemente mi sensualidad.

- Me hizo llenar un formulario y se acercó a mí para pasarme, en el estrecho recibo, el documento y un lápiz. Coincidieron nuestras manos, y ninguno las retiró, por lo que el contacto se volvió una caricia que nuestros semblantes resguardaron pudorosos.

- Llené el formulario con pulso tenso, sin que me sacara la vista de encima, lo que no me importunó, al contrario, todo mi ser ansiaba tenerla cerca. Cuando hube acabado, desde la inclinación en que escribí, me paré frente a ella para pasarle el documento y nuestras manos volvieron a cruzarse, solo que ahora se entrelazaron, y desde la concavidad de las suyas unidas con las mías, el formulario cayó arrugado.

- Quítate la mascarilla – le pedí, quiero ver tu rostro descubierto. Hizo caso y pude ver sus labios. Estábamos muy cerca y una deleitable intimidad se apoderó de ambos. Me quité también la mascarilla y mi rostro reaccionó asorochado a la sofocante oleada de placer que ascendió desde mi pecho. Holgaron las palabras y expectante, percibí el temblor de su cuerpo y la ternura me desbordó.

- Mi mejilla se estrechó a la suya y la abracé, seguro de que su sensación era la mía, y no me equivoqué, pues sus dedos se engarfiaron a mi espalda. Sin palabras, con inconmovible moderación, nos besamos en la recepción del edificio, sin que nadie ni nada fuera a importunarnos.

- Olvidado de mi amigo y movido por el deseo de estar con ella, volví varias veces al lugar. Cruzábamos pocas palabras y luego de cada reunión, yo me volvía feliz, irradiando la ternura que nos había embargado. Visitarla, se tornó una ineludible necesidad.

- Omitiendo los anteriores, le mencioné mi último fracaso sentimental, hasta que un día, al despedirme, espoleado por el ruinoso dolor de la separación, con espontánea simpleza le planteé: ¿Por qué no vienes a vivir conmigo? La casera necesita ayuda y tendrá confianza en mí consejo. ¡Ven! Podremos estar juntos.

- Sin dudarlo, ella aceptó y es quien te recibe cada vez que me visitas. Nunca hemos ido más lejos que nuestros abrazos, y yo, jamás la forzaría a nada, y ella, sin ser demasiado expresiva, parece satisfecha de la relación.

- En el abrazo íntimo hallamos la misma complicidad del agua y el molino, cuando apacible, ésta mueve sus aspas, y ha traído, al menos por un tiempo, sosiego a mi vida. Lo llamo “afecto resistencia” y es lo que me anima para soportar el sufrimiento constante de la vida; es lo que me permite seguir adelante ¡Resistir! ¿Entiendes de qué hablo?

- ¡Me cuesta entenderlo! – contestó Pedro.

En ese instante, sin lograr en el exterior el placer que anhelaba, la mosca se introdujo de nuevo en la habitación, esta vez, para posarse en el marco de la ventana opuesta.

-¿Por qué te cuesta tanto entenderme? – lo acosó Fernando.

- Nunca he entendido la facilidad con que tu vida ha sido dominada por tus impulsos gobernando tu conducta, lo que, aunque admiro, jamás adoptaría. No voy a sermonearte pero en esta etapa merecías más tranquilidad.

- He sido feliz, no me juzgues mal – alegó Fernando, mientras obsesionado, Pedro caminaba hasta el otro extremo para liberar a la mosca que persistía, en vano, intentando atravesar el cristal. Al liberarla otra vez, comprendió Pedro la conmovedora súplica de su amigo.

- La mosca volverá – aseguró el duende y Pedro lo escuchó atónito, mientras Fernando asentía convencido - carece de sentido abrir las ventanas porque la mosca volverá para refugiarse del calor exterior. El insecto responde a su instinto y los hombres al impulso de sus emociones.

- El conflicto entre razón y emoción - que tarde entendí, dijo Pedro, se explica en una experiencia que viví en Potsdam durante mi exilio: Desde el colegio en que colaboraba se organizó una expedición de escolares. Atardecía y al llegar al bosque, los niños alemanes descendieron del bus y, en orden, esperaron instrucciones de sus maestros y solo cuando el campamento se montó, se dieron tiempo para el esparcimiento.

- A mi regreso a Chile, quise repetir la provechosa experiencia con un curso de la misma edad. Elegimos el Cajón del Maipo, y coincidió que, el bus llegó allá a la hora del crepúsculo, pero esta vez, la reacción de los jóvenes fue diferente, para aprovechar la luz que se evadía, al bajar, prescindiendo de las instrucciones de los profesores, iniciaron un partido de fútbol y nadie se ocupó del campamento.

- En un caso la disciplina obligó a postergar el esparcimiento y en el otro, los chicos, despojados de toda responsabilidad, no fueron capaces de controlar el impulso del ocio.

-Emergió la diferencia entre el mundo riguroso de los alemanes y el pasional mundo latino – intervino el duende. Aquello viene en la sangre y se arrastra por generaciones.

- Empequeñeció el mundo – reflexionó Pedro, y diminuto, se ha vuelto una inestable ratonera. Confinados en un reducto, recibimos los embates de un siniestro gato negro, y se dispuso a fundamentar su sentencia:

- Al venir, me crucé con un joven peruano, que me contó que su madre, contagiada con el virus, acababa de fallecer en Lima. Quiso permanecer en su casa negándose a ir al hospital ¿Para qué? - se preguntó: mis hermanas fueron y murieron en una silla esperando una cama. ¡No! ¡No iré! Esperaré a mi hijo. Se aprontaba éste para viajar a despedirla, cuando se le apareció el heraldo de la muerte, anticipando el amargo desenlace.

- ¿Viajarás? – le pregunté, y desvalido en su dolor, solo atinó a contestarme ¡Yo no sé! Y me dejó pensando en la vigencia del poema también peruano: Hay golpes en la vida ¡Tan fuertes! Yo no sé.
Han dialogado como intelectuales – intervino el duende - hablando consigo mismo, sin escucharse, olvidando que para florecer, el pensamiento requiere de la concurrencia de otras ideas. Los intelectuales suelen actuar con similar comportamiento, transformándose en simples narradores de cuentos que para envanecer su ego, se alimentan de sus propias historias, olvidando que así, solo envilecen su espíritu.
Continuará en la siguiente edición.