Aterrado, el ratón esquivó por tercera vez al gato. La única puerta se había cerrado bruscamente y carecía el cuarto de una ventana por donde escapar. Desesperado, advirtió en el zócalo –entre el encuentro del muro y el piso- un orificio que por su menor tamaño no había advertido. Perdido su ardor quedó el ratón expuesto al embate del felino, que socarrón, vio cercano el premio a su esfuerzo. Con audacia, jugó su última carta; se contrajo cuanto pudo y se lanzó al interior del portillo que, curiosamente, se expandió para permitirle el paso y dejarle escabullirse.
En libertad suprema, hechizado por la luna, se internó el ratón en el reino de la noche, y escuchó una advertencia: Te he salvado porque admiro tu coraje, pero si tu ambición persiste, puede que no vuelva a hacerlo.
Olvidó el ratón la experiencia y recuperó su osadía; y el hambre y el frío lo devolvieron a sus correrías, en busca de calor y provisiones. En sigilo, se internó otra vez en los dominios del gato, con el arrojo de aquellos que no temen perder la vida por una buena causa.
Calculó que con una porción del queso que ahí había alimentaría por un tiempo a su familia, pero… especuló -ante la ausencia del gato y la calidez del lugar- en la tentación de calmar su pesada modorra pero… se durmió.
Soñó con parajes costeros y espumosas olas golpeando las rocas del acantilado. En eso estaba, cuando el crepitar de un tronco ardiendo en la chimenea interrumpió el rumoroso clamor del mar. Despertó sobresaltado, solo para advertir que el gato se le venía encima.
Alcanzó a arrepentirse de su imprudencia de no atender la advertencia de la extraña voz lejana, pero no pudo evitar su asalto, recibiendo el mortal ataque con rostro sereno y digno. Asombrado, el gato oyó a la voz decir: No se trató de ambición, solo fue su instinto.
Buscando sentido a su vida, un joven proyectaba su futuro, cuando tuvo que lamentar la inesperada muerte de su padre. Al despedirlo, en el silencio contemplativo del cementerio –en que a la luz de la tarde agonizante las figuras humanas adquieren un aspecto fantasmal- recordó una reciente conversación con el muerto que, en una caja de madera, era observado por seres que se alejaban pálidos y temblorosos.
… En la conversación, su padre lo había instado a salir ¡Conoce el mundo! -le había dicho, sal a vagabundear; devela los misterios de la vida y aprende, escudriñando en el cuerpo de una mujer el secreto que subyace en el alma de los hombres; rebélate ante la injusto e indaga sobre el sentido de la fe; confía en tu intuición de pueblerino para calificar la intención con que te mira un hombre; y sobre todo, indaga en la utilidad y el sentido del dinero, y… solo entonces, vuelve a tu pueblo.
Días después, el joven fue notificado de que su padre -al que suponía un hombre pobre- le había dejado una suma importante de dinero… y fue así, como de súbito se volvió un hombre rico, pasando a integrar el grupo de aquellos que siempre había despreciado.
Sin osar contravenir a su padre el joven, que repentinamente se había vuelto hombre, salió a correr el mundo, eligiendo para asentarse una gran ciudad en otro continente, dónde esperaba encontrar respuesta a cada una de sus inquietudes, convencido que, en el misterio de la conversación con su padre estaba el sentido de su vida. Al partir, tuvo en cuenta sus últimas palabras: Lleva consigo un arma, pues si no te defiendes de un ataque, morirás sin cumplir lo encomendado y tu vida habrá carecido de su principal sentido. Conserva además contigo una buena cantidad de dinero. Con ambos, bien administrados, superarás cualquier imponderable.
Admiró su nueva ciudad en que la gente se veía feliz; los niños llenaban las plazas de voces dulces; en los teatros se propagaba una forma de cultura que él no apreciaba tanto, pero… era arte; en los parques muchas personas corrían, a veces con audífonos que le impedían conversar; en las autopistas los tacos daban cuenta del desarrollo del parque automotriz. El mundo giraba feliz, sin embargo, el hombre no conseguía salir de su tristeza.
Cuando hubo iniciado una empresa que administraron sus colaboradores, se instaló en una colina para observar a los hombres desplazándose como frenéticas hormigas por el centro, dónde reinaba el caos, y advirtió que a sus pies la tierra continuaba quieta, como siempre. Le pareció que en vano esfuerzo, especulaba el hombre buscando una puerta mágica que lo condujera a una vida misteriosa de ostentación y riqueza.
Observó por años, el extraño y salvaje apetito de la gente por alcanzar una vida mejor, y percibió que, en aquel afán de enajenada locura, anidaba una fatal desesperación que contenía la conciencia de la propia ruina.
No ocultaba esa apariencia luminosa, la pobreza en que habían caído sus vidas, reducidas a actos confusos: construir una casa ordinaria y fea; la compra de un ostentoso auto; la inversión en un terreno en la playa o en el campo. Para construir nuevos edificios –caviló, derriban patrimoniales construcciones antiguas. Cautivo de su obsesión, el hombre transitaba en acelerado y ruinoso camino hacia su degradación, sin conseguir el alimento que saciara su hambre o la bebida que apaciguara su sed, y aunque todos lo sabían, no eran capaces de alterar ese abrumador destino. Sin aprecio a la vida, como manada, el hombre iba en delirante camino hacia la muerte.
Con desesperado ahínco, pero sin fuerza para sostener sus valores, los ancianos veían con estupor como los jóvenes se saltaban todas sus normas, y en medio de ambos grupos, una generación observaba expectante sin querer intervenir por temer a equivocarse.
Entonces…, vino la especulación: algo de que, sin disfrutar del servicio, se obtiene provecho o desmedro, a partir de la fluctuación de su precio. Pero… nadie dejó de gastar y seguir comprando exigió firmar papeles; y los títulos perdieron valor; y las propiedades disminuyeron su precio; y en el papel se generaron ganancias fabulosas que en realidad no existían, porque la fiesta había terminado; y desbordada la crisis, reinó la desolación y mucha gente perdió su fortuna.
Fue entonces cuando el hombre decidió que había visto suficiente y que era tiempo de volver a su pueblo y se encontró con que la especulación también se había instalado allí…
La autoridad había anunciado el magro escenario económico futuro y eso trajo desencanto, y aunque era sabido que para enfrentar la crisis vecina se requeriría una política de ajuste transversal, cada uno especuló y esperó -a partir de la incertidumbre arraigada- sacar un beneficio propio.
Oyó hablar de una nueva Constitución que producía incerteza, y como él traía mucho dinero se preocupó de los tributos que le aplicarían, pero no quiso devolverse porque se había hecho viejo y debía cumplir el compromiso con su padre. Pensó en comprar valores en bolsa pero… deliberó, y concluyó de que todo aquel que no participa en la cadena productiva de un bien, es un especulador y decidió que no estaba dispuesto a vivir, en lo que le restaba, de la variación del valor de una acción, y que mantendría activa su empresa y que esa sería su contribución al pueblo, al que no intentaría convencer sobre sus postulados porque se dio cuenta que el suyo era un pueblo imposible de persuadir.
Los humanos poseemos obsesiones que un animal controla, la ambición es una de ellas, el hombre busca acumular más de lo que puede usar, y eso, junto a la guerra, hacen que nos pasemos la vida entre la ruina y la muerte.