Oh I'm just counting

Mendoza. Por Jorge Orellana L. Ingeniero, escritor y cronista

Mendoza, como las ciudades argentinas en que he estado, es amable. La infranqueable muralla cordillerana que nos separa, es superada en pocos minutos y a la bajada del avión, junto a la ráfaga de aire caliente, nos recibe la sonrisa afable del funcionario de aduana, que con bromas latamente repetidas, distiende la recepción. Sonriendo, de la mano de mi mujer, observo adelante a mi amigo -que junto a su familia - avanza con nerviosa celeridad en los trámites de inmigración, revelando su precipitado temperamento y trasuntando algo que percibo como un tenso estimulo ante su incierta vida laboral próxima.
 
Junto a una amiga, estamos aquí para correr juntos la media maratón de la ciudad. Como es costumbre, el trote nos servirá una vez más de excusa para descansar, dialogar y soñar.  
 
Es día de fiesta para la mujer y se desvanecen en la tarde las amenazas de tormenta. En nuestra caminata, anhelando redescubrir la ciudad -como cuando nos encontraremos con alguien después de involuntarios años de alejamiento– aparece, con desenfado propio de un resentimiento incubado largamente, las chicas protestando por las calles. Son años- parecen reclamar- en que ellos han abusado, y yo pienso- que como siempre que ello ocurre– finalmente el débil, se asiste del poder necesario para rebelarse al oprobioso.  
 
Mientras camino por las calles argentinas, fruto de la casualidad, de parte de un gran amigo argentino, recibo un gran poema de un gran autor chileno, que vale la pena considerar: “Las mujeres de mi generación”. 
 
En cada mañana de los tres días siguiente, un trote ansioso lleva nuestros pasos por olvidadas calles, y aquello, remece la estructura de mi memoria, porque irrumpen en mi cerebro imágenes olvidadas, que estimulan el placer de mi melancolía: la providencia me permite recuperar el encanto de situaciones olvidadas que en algún momento trajeron felicidad a mi vida y mis pasos me orientan hacia un camino de reflexión.
 
¡Qué ciudad tan agradable! Es mi primera conjetura.
¿No es la primera condición de una ciudad la de ofrecer calidad de vida a sus habitantes? ¿Puede, el hacinamiento de la mayoría de los ciudadanos representar una grata forma de vida para ellos?
 
Con un millón quinientos mil habitantes, no aprecio congestión vehicular, que es lo que percibiría, al trotar a esta hora por Santiago. No existe en Chile, fuera de su capital, otra ciudad que alcance la población de Mendoza.
 
Anchas calles que transitan solo en un sentido permiten desplazamientos fluidos, y no se distinguen, salvo un par de excepciones, edificios de altura.
Los barrios que en muchos casos recuerdan la arquitectura bonaerense de Palermo Viejo, lucen tranquilas, reposadas. Un amigo comenta que cada casa posee algo del carácter de su dueño, y a mí me recuerdan el barrio de maravillas de mi infancia, habitado por diversos estratos sociales, algo que Santiago, tristemente, ha ido perdiendo.
 
¿Por qué hay tantos canales que corren por las aceras? -Llama la atención de alguien que comenta además que son amplias y permiten caminar con comodidad. Se debe- responde un guía, a que el agua cordillerana es recogida a través de canales que permiten su equitativa distribución en su llegada hasta el usuario.
 
Espontáneamente, el chofer de un taxi - con la locuacidad que distingue a su gente - se enorgullece de los árboles de su ciudad. Aquí – dice, jamás verá usted un cartel clavado a un árbol, y solo los cortamos una vez que han muerto. A partir de ahí me fijo con mayor detalle en los árboles plantados hace muchos años para dar generosa sombra en verano. No ha llegado aún hasta aquí la maldita manía de privilegiar plazas duras, sin árboles, y en el diseño de la ciudad tampoco se las ha olvidado, por el contrario, la planificación urbanística las ha tenido en cuenta, sin omitir los parques, refugio del ciudadano que busca su relación con el entorno y su comunidad. Destaca la mano de numerosos estadistas, de la talla de nuestro Benjamín Vicuña Mackenna, que fueron capaces de proyectar una grata vida en la ciudad para muchas generaciones futuras. 
 
Lo descrito no importaría si no fuera por lo siguiente: constatamos un permanente estado de afabilidad en la población; nos tratan bien en el taxi; nos atienden amables garzones; la gente - que no va de prisa - se detiene para asistirnos, y la vida parece transitar por un curso armonioso, como las aguas que recorren los canales de la ciudad. Qué diferente de la vida que preocupado, he observado en nuestro gran Santiago, en que la seguridad se ha descontrolado, mientras que aquí, ello no ha ocurrido.
 
¿Será que nuestras autoridades no detectan los evidentes beneficios de una ciudad pequeña frente a otra que se ha extendido en forma monstruosa? ¡No lo creo! O ¿Será que oscuros poderes actuando desde las sombras -superiores al poder político- no se interesan en perder los beneficios que tal condición les otorga?
 
Llega el anhelado día de la carrera. Combatimos la ansiedad y volvemos a ser niños. He cuidado la alimentación y abrigo la ilusión de hacer la media maratón en menos de dos horas. He estado tardando sobre las 2:10, lo que afecta mi estado de ánimo.
 
¡Tenemos suerte! El día se presenta nublado, la temperatura ha descendido convenientemente y no sufriremos el agobio del inclemente sol. Temprano, beso a mi mujer y junto a mis dos amigos nos dirigimos al Parque Central, antigua Estación Ferroviaria a la que se anexó el Parque.
 
La carrera tiene un trazado que me agrada, se desarrolla por las calles del centro de la ciudad, y tampoco tiene ese carácter masivo que a veces obliga a maniobras de adelantamiento de otros corredores que suelen ser incómodos. Nos han advertido de un circuito con constantes subidas y bajadas que dañan las piernas, pero la verdad es que aquello nunca ocurre, las curvas verticales no tienen una gradiente demoledora y pueden resistirse bien si se llega preparado.
 
Mi ritmo de carrera es distinto al de mis amigos, por lo que nos separamos de inmediato. Mi amiga sale adelante y por un par de kilómetros distingo, sobre la masa de corredores, la gorra celeste un tanto deslavada que cubre su cabeza; mi amigo en cambio, se queda atrás, por lo que correré solitario, pensando, será un tiempo que me dedicaré, y en el que buscaré encontrar respuesta a aquellas recurrentes y permanentes preguntas…
 
Me equivoco, sin embargo, recién en el tercer kilómetro, advierto la presencia por mi izquierda, de una chica con la que empezamos a intercambiar posiciones, me pasa, la paso. Me incomoda pero no puedo quitármela de encima.
 
En el kilómetro 10 me habla: ¿Te das cuenta que hace rato vengo a tu lado? Sí –contesto. Me vas tirando- dice. Me vas empujando– contesto, cediendo al acercamiento, y continuamos dialogando por el resto de la carrera. Faltando un kilómetro, no soy capaz de seguirle el tranco y le pido que no baje el ritmo. Me saca un minuto, y yo llego en lo que para mí representa el honorable tiempo de 2:03 que, aunque no me permite celebrar mi objetivo de hacer menos de dos horas, me permite bajar en casi diez minutos mis tiempos inmediatamente anteriores, por lo que me declaro plenamente satisfecho, y debo reconocer que la chica me ayudó a lograrlo.  
 
Un poco después llega mi amigo, más o menos a la misma hora en que en Chile se produce el Cambio de Mando, que para él reviste un significado especial.
 
Mi amiga obtiene el segundo lugar en su categoría y mi amigo, llega con el reflejo en su ánimo de la felicidad que le brinda su nuevo estado. Después de un análisis introspectivo y amparado en la sentencia griega: ¡Conócete a ti mismo! ha decidido no volver a postular al Congreso, y enfrentado a un futuro incierto, sabe ahora que - desde el anónimo cargo de un privado cualquiera - continuará trabajando por el país, y tal vez desde ahí contribuya a humanizar nuestra ciudad de Santiago, para lo cual, la ciudad de Mendoza ha arrojado en este viaje, valiosos mensajes.