El debilitamiento de la democracia no comienza con un golpe de Estado ni con una reforma constitucional: empieza cuando los ciudadanos, movidos por el miedo, dejan de reconocerse como interlocutores válidos.
La erosión democrática tiene un origen más íntimo: la pérdida de confianza en que el otro, aunque piense distinto, es parte del
mismo horizonte de sentido. Cuando esa confianza se quiebra, la política deja de ser un espacio de encuentro y se convierte en una competencia por la supervivencia.
Robert Dahl sostenía que las democracias se sostienen sobre la aceptación de la incertidumbre. La libertad requiere asumir que existe alternancia en el poder, que las decisiones son revisables, que el desacuerdo es inevitable, que hay que estar atentos a la posibilidad de inestabilidad y caos.
Sin embargo y a partir de esto, el miedo, esa ansiedad ante lo incierto, mina la disposición a convivir con la diferencia, lo desconocido y con todo el abanico de la ambigüedad. Cuando el miedo se instala, la ciudadanía busca refugio en
certezas simples: líderes fuertes, identidades cerradas o tecnocracias que prometen eliminar el conflicto. De ese modo, los resortes emocionales de la democracia se invierten y los miedos se multiplican.
El primer miedo es el miedo al desorden. Frente a la violencia o la inseguridad, se invoca la necesidad de autoridad. La historia moderna confirma la tesis hobbesiana: ante la amenaza del caos, los pueblos están dispuestos a ceder su libertad.
Así, la seguridad, condición de posibilidad de la política, se transforma en su sustituto. En lugar de proteger la libertad, se le sacrifica.
El segundo miedo es el miedo al declive material. Las crisis económicas, el endeudamiento o la desigualdad alimentan la percepción de que las instituciones democráticas son incapaces de garantizar bienestar. En ese contexto, el pluralismo aparece como ineficiencia y la deliberación como lujo. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han mostrado cómo, en esas circunstancias, el voto se convierte en un acto dedelegación autoritaria: se elige a quien promete “hacer lo necesario”, aunque eso signifique quebrar las reglas.
El tercer miedo es el miedo a la pérdida de identidad. Las transformaciones culturales, la globalización y las nuevas luchas por reconocimiento despiertan la sensación deextrañamiento frente al propio país. Es el miedo a dejar de pertenecer. Sin embargo, como ha advertido James Tully, la libertad democrática no consiste en preservar una
identidad fija, sino en aprender a convivir en medio del cambio, en renegociar continuamente los términos de nuestra coexistencia. Cuando ese aprendizaje falla, el miedo sustituye la deliberación: se busca un “nosotros” sin “ellos”, una comunidad sin conflicto.
El cuarto miedo es el miedo a la impotencia política. En sociedades donde la complejidad parece superar la capacidad de decisión, los ciudadanos se sienten espectadores de su propio destino. Daniel Innerarity ha descrito esta sensación como un “déficit de inteligencia colectiva”: la idea de que nadie gobierna realmente. Este vacío de agencia fomenta la nostalgia por líderes verticales, capaces de actuar “sin intermediarios”. Pero la política sin mediación no devuelve el poder al pueblo: lo concentra.
Finalmente, está el miedo al conflicto mismo, al ruido de la pluralidad. En nombre de la unidad o de la estabilidad, muchos prefieren el silencio. Nadia Urbinati ha insistido en que la democracia no puede sobrevivir sin el ejercicio continuo del juicio ciudadano: la discusión, el disentimiento, la revisión pública de las decisiones. Cuando el miedo al
desacuerdo se normaliza, la ciudadanía se vuelve pasiva y el espacio público se despolitiza.
Todos estos miedos, al caos, al declive, a la pérdida, a la impotencia y al conflicto, comparten un mismo núcleo: la desconfianza en nuestra capacidad de aprender juntos.
Tully ha propuesto entender la democracia como una práctica intergeneracional de aprendizaje recíproco, donde el poder no se ejerce sobre los otros, sino con los otros. Laerosión democrática ocurre, entonces, cuando ese aprendizaje se interrumpe y la vulnerabilidad común se transforma en sospecha mutua. La tarea no es eliminar el miedo, sino reencauzarlo dentro de la conversación democrática. Educar el diálogo, la elucidación recíproca y borrar la inclinación que coloca el miedo como preámbulo y condicionamiento principal para discutir, decidir y orientar la política. Dahl y Tully
coinciden, desde distintos horizontes, en que la libertad solo se preserva cuando los ciudadanos confían en su propia capacidad para dialogar sobre sus temores.
La democracia no es un estado de calma, sino un arte de sostener la incertidumbre con responsabilidad conjunta y a la vez diversa.
Por eso, el signo más preocupante de la erosión democrática no es el conflicto, sino el silencio del miedo: ese momento en que dejamos de hablar porque ya no creemos que hablar sirva. Recuperar la democracia implica devolverle voz a la esperanza y, sobre todo, al aprendizaje común que el miedo interrumpe.
